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Opinión | +MUJERES

Cuando la ciencia necesitó una mirada femenina

Jane Goodall, Dian Fossey y Biruté Galdikas demostraron que la mirada femenina, históricamente relegada a la esfera de lo ‘blando’ o ‘emocional’, es una herramienta poderosa para comprender la vida

Jane Goodall junto a un primate.

Jane Goodall junto a un primate. / THE JANE GOODALL INSTITUTE / FER

El pasado 1 de octubre falleció la etóloga y activista Jane Goodall, una de las voces más influyentes en la defensa de los animales y del planeta. Su partida deja un vacío inmenso, no sólo entre quienes dedicaron su vida a comprender a los grandes simios, sino también entre quienes creen que la ciencia puede hacerse desde la empatía, la ternura y el respeto por lo vivo.

A lo largo de más de seis décadas de trabajo, Goodall transformó la primatología y el activismo ambiental: cambió la forma en que el mundo percibe a los chimpancés, promovió la conservación de los ecosistemas africanos y creó redes globales —como el instituto que lleva su nombre y el programa Roots & Shoots— que unieron ciencia, educación y acción social. Su legado no pertenece sólo a la biología, sino también a una ética del cuidado que abarca animales, naturaleza y humanidad.

Su vida, y su memoria, invitan a mirar atrás, hacia el momento en que Louis Leakey, en los años sesenta, decidió confiar en tres mujeres —Jane Goodall, Dian Fossey y Biruté Galdikas— para emprender una de las misiones científicas más audaces del siglo XX: el estudio de los grandes simios en libertad. Aquella elección, en un contexto dominado por hombres, fue mucho más que una decisión académica: fue el inicio de una transformación profunda sobre cómo mirar, sentir y comprender la naturaleza desde una perspectiva que hoy reconocemos también como feminista.

Durante siglos, la ciencia fue territorio masculino. Los laboratorios, las cátedras y las expediciones eran dominios donde la razón —identificada con lo masculino— se imponía a la emoción, lo intuitivo y lo empático, considerados atributos ‘femeninos’ y, por tanto, secundarios. En ese contexto, la decisión del paleoantropólogo Louis Leakey de confiar en tres mujeres jóvenes para estudiar a los grandes simios no fue un gesto casual. Fue un acto de ruptura, aunque probablemente no del todo consciente.

Leakey intuía algo que el androcentrismo científico había olvidado: que observar no es dominar, y que el conocimiento profundo del otro requiere paciencia, sensibilidad y capacidad de vínculo. Apostó por mujeres porque creía que podían mirar de otro modo, sin la prepotencia con la que tantos hombres habían mirado a la naturaleza y a los animales. Pero lo que quizá no imaginó es que esas tres mujeres iban a transformar la ciencia patriarcal desde sus cimientos y a dar comienzo a una ‘revolución científica silenciosa’.

Durante décadas, la investigación científica había exaltado la distancia y la neutralidad como virtudes supremas. Sin embargo, esa ‘neutralidad’ era una ficción: respondía a un modelo de conocimiento masculino, jerárquico y autoritario, en el que el sujeto (el investigador) dominaba al objeto (la naturaleza, los animales, las mujeres). Jane Goodall, Dian Fossey y Birutè Galdikas desafiaron esa lógica. No entraron en la selva como conquistadoras ni como observadoras frías, sino como presencias que escuchan, acompañan y aprenden. Pusieron en práctica una ciencia que no necesitaba imponer su voz, sino afinar su sensibilidad.

Goodall rompió con el paradigma mecanicista al nombrar a los chimpancés, reconocer sus emociones y describir su uso de herramientas. Fossey defendió a los gorilas hasta poner su vida en riesgo, entendiendo que investigar también es cuidar. Galdikas dedicó su existencia a los orangutanes, revelando que la compasión y la constancia pueden ser tan científicas como una hipótesis o un microscopio. Y lo que un día fue tachado de «falta de objetividad femenina» se reveló como una nueva epistemología: una manera distinta de construir conocimiento, basada en la empatía, la observación sostenida y la implicación ética.

Estas tres mujeres, bautizadas entonces como ‘las tres de Leakey’, demostraron que la mirada femenina, históricamente relegada a la esfera de lo ‘blando’ o ‘emocional’, es una herramienta poderosa para comprender la vida. Su modo de observar no respondía a una debilidad, sino a una resistencia política frente a la mirada extractivista de la ciencia patriarcal.

El patriarcado científico había separado razón y emoción, mente y cuerpo, cultura y naturaleza. Ellas reunieron esas piezas. Su trabajo no sólo amplió el conocimiento sobre los grandes simios; también redefinió qué significa ser científica. Estas mujeres nos enseñaron que el conocimiento no nace de la dominación, sino del encuentro. Que la sensibilidad, la paciencia y la empatía no son antítesis del rigor, sino su complemento más humano.

Desde una perspectiva feminista, su historia es un ejemplo luminoso de cómo las mujeres podemos subvertir las estructuras patriarcales desde su interior: Leakey les abrió la puerta, pero fueron ellas quienes transformaron la casa.

Por eso su legado va más allá de la primatología: es una reivindicación de la autoridad epistémica de las mujeres, de su capacidad para producir conocimiento válido desde otros modos de relación con el mundo. En una ciencia que durante siglos despreció lo femenino, ellas demostraron que lo que se llamaba ‘intuición’ era, en realidad, una forma profunda de inteligencia; que lo que se etiquetaba como ‘empatía’ era una herramienta de precisión; que mirar con ternura también es una forma de pensar.

Louis Leakey tal vez creyó que las mujeres eran más ‘pacientes’ o ‘detallistas’. Lo que no sospechaba era que esa paciencia iba a desafiar siglos de pensamiento patriarcal. Jane, Dian y Biruté no sólo estudiaron a los grandes simios: revolucionaron la manera en que la ciencia se relaciona con la vida.

Ellas, y otras muchas que, como ellas, desafiaron el pensamiento científico patriarcal, son hoy referentes para las nuevas generaciones de mujeres científicas. Su trabajo nos recuerda que observar también es un acto político; que una mirada libre, empática y feminista puede transformar no sólo la ciencia, sino también nuestra forma de estar en el mundo.

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