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Opinión | Pasado a limpio

Hasta que llegó su hora

El presidente de la Generalitat, Salvador Illa (i), y el presidente de Junts, Carles Puigdemont.

El presidente de la Generalitat, Salvador Illa (i), y el presidente de Junts, Carles Puigdemont. / Jasper Jacobs / Europa Press

Hace exactamente una semana, en este mismo diario, el senador Francisco Bernabé hacía referencia a la hora de Sánchez -para el PP, presidente sólo es Feijoo, que realmente sólo es líder, y no tanto, de la oposición-, porque mañana tiene cita en el Senado para responder en una comisión de la cámara. Puedes imaginarte, amable lector, el tono del libelo, por darle un nombre encomiástico. ¡Parecía una convocatoria al linchamiento! Bien sabe de su estilo la Plataforma Pro-Soterramiento, que conoce cómo se las gastaba el ínclito Bernabé en su etapa de delegado del Gobierno, cuando calificaba de terroristas a los vecinos que se manifestaban contra la llegada del AVE en superficie.

Hubo un tiempo, ya muy lejano, en que ser senador era distintivo de prestigio. No me remonto a la Antigua Roma. Sin ir más lejos, Caballero sin espada, de Frank Capra, o El hombre que mató a Liberty Valance, de John Ford; en ambas, James Stewart interpreta a un senador de EE. UU. - cualquier parecido con la actualidad es mera coincidencia–. Pero está visto que al senador Bernabé le falta cultura... cinematográfica, me refiero, porque el título del presente habría sido un guiño artístico propio de un buen cinéfilo. Pero el cine de Sergio Leone debe ser paupérrimo para su bagaje cultural. Debe de preferir la exaltación supremacista de El nacimiento de una nación.

Después de Bernabé y con igual espíritu de ajusticiamiento extrajudicial, Puigdemont apela al cambio, no precisamente horario, del perverso Sánchez. Ante tan dispares opositores, permíteme, amable lector que, respondiendo a la queja de unos cuantos amigos, me sume a los críticos. Ciertamente, aparte del trío calavera, Koldo, Ábalos y Cerdán, nunca he hecho referencia a su mujer, al hermano o al fiscal general del Estado. Quizá sea que algunos casos están basados en pruebas inconsistentes, en el desconocimiento de los procedimientos administrativos o en el inquisitorial método de instrucción. Por ahora, no abordemos tales asuntos, ni siquiera el de la amnistía, que me gustaría reservar para otro momento. Pedro Sánchez no es mi ídolo, ni le dedicaría un panegírico medianamente presentable, pero ya tiene miles de injuriadores, muchos de ellos auténticos profesionales para insultarlo como a ningún otro presidente del gobierno. Una tropa que ni la de Romanones.

Ciertamente, de Pedro Sánchez habría mucho que decir, empezando por ese lenguaje propio de los economistas que más se parece al de ‘Cayo Coyuntural’ en Obélix y compañía. Esa manía de implementar cualquier cosa, que no es un programa informático o económico, lo mismo un decreto ley que un bofetón en la cara de un académico de la RAE; esa oratoria cansina que ni siete horas de discurso de Fidel Castro, aparte de su neolenguaje, incluido el inclusivo, Pedro Sánchez ha traspasado algunos límites de la ortodoxia política y, sinceramente, no sé si lo votaré en las próximas elecciones.

Será que tengo gravada en mi memoria una frase de un antiguo compañero de trabajo: no se puede ser obrero y de derechas. ¡Oh, dioses del Olimpo!, es una expresión clasista. Tal vez, pero resulta que, al cabo de los años, he comprendido que las clases existen, que ni siquiera el amor trasciende la diferencia y que la lucha de clases hace tiempo que dejó de existir porque ganaron los de siempre. Nos convencieron de las virtudes del capitalismo: la economía de mercado, la ley de la oferta y la demanda y la democracia liberal. Pero el capitalismo y la economía de mercado no son más que la ley del máximo beneficio posible a costa del consumidor y la explotación al límite de lo tolerable del trabajador. Reconozco la valía de las enseñanzas de Max Weber y otros insignes pensadores de las ciencias sociales, pero la clase media es un invento escolástico un poco renovado. Gobiernan los de siempre y sólo han mejorado los métodos de sometimiento. Al menos, el gobierno del presidente Sánchez subió el SMI como ningún otro antes y Yolanda Díaz ha presentado una reivindicación en la desprestigiada lucha social: la reducción de la jornada laboral, al menos en la misma proporción que los funcionarios. Más de lo que hizo González por la clase obrera, que en la disyuntiva entre empleo y la lucha contra la inflación, siempre tuvo clara su elección por la segunda.

En otro orden de cosas, soy consciente de la clase a la que pertenezco, porque conozco la otra por dentro, la que te mira por encima del hombro y sólo te considera por lo que les sirves, no por lo que vales. La igualdad de oportunidades y el mérito sólo son falacias de un sistema que transformó el ascensor social en montacargas para subir la riqueza, que no su reparto, y la justicia social en una quimera más allá del desiderátum.

Pero, efectivamente, a Sánchez le llegó su hora, porque el taimado Puigdemont va a consumar su enésima traición. Ese fue el mayor de sus errores, confiar en un tipo traicionero y de un partido, Junts, que nunca fue progresista ni estuvo para otros intereses que los de su propia insania.

En el cambio, elijo el cambio horario y abandonar para siempre el horario de Berlín impuesto por Franco desde 1940.

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