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Opinión | PAN PARA HOY

La España mágica

En el tiempo que dura mi camino a la facultad, observo que ya están instalando en Murcia las luces de Navidad. Observo también, a la postura del sol, como un patinete de la escudería Glovo se mete por la chicane del Tontódromo a ciento ochenta. Paso por el Romea y veo los carteles del Tenorio. Me acuerdo de las luces: «No puede ser, Fernando, si están poniendo la decoración, debemos estar ya en diciembre». Nada de eso. Recuerdo entonces la lluvia de estos días, la sabanica que me cubre por las noches y el cambio de hora que sangra y desangra mis ganas de vivir –igual nos dejan así para siempre–. Pues sí, todavía no he enloquecido: sigue siendo octubre y un operario, en la grúa de Babel, cuelga las luces de Navidad.

No entiendo de logística, ni sé qué día se encenderán, pero a los carcundas como a mí nos corroe pensar en verlas funcionando antes del puente de la Purísima. Primero toca la mamarrachada americana del Halloween, con su réquiem por la belleza más propio de un granjero en Eaton que de un agricultor de Roldán. Alguno cree que lo cool en San Javier no es ver el Tenorio en el cementerio, sino disfrazar a tu hijo con un cuchillo simulando la transverberación de sus sesos, porque Santa Teresa no mola, pero su versión yankee sí.

Para un americano no existe la Sevilla de don Juan, ni los tostones, ni la misa en el cementerio. Queden, pues, para ellos sus fiestujas, que yo me quedaré con la España mágica. Iré al teatro, ya lo creo que iré, y me emocionaré de nuevo al escuchar los mismos diálogos de todos los años junto a Mati —la mujer de mi amigo Miguel Massotti, al que le queda bien todo lo que se ponga, incluso ese jubón de terciopelo con el que interpreta la obra, porque no puedes apellidarte Massotti y tener mala percha—

Al día siguiente me iré al pueblo, asaré tres o cuatro boniatos mientras espero junto a la puerta el timbrazo de unos niños para quienes no tendré caramelos (quizá sí algún tostón). Cuando mi sangre pida auxilio frente a la diabetes tipo dos a la que le estoy sometiendo, me iré a dormir antes de visitar la ‘zona residencial’, que es como llamaba mi bisabuelo Pepe al camposanto cuando decía que se iba a ver a sus amigos difuntos. En la España mágica, los muertos de los cementerios son amigos de un pueblo religioso, acostumbrado por su sangre a pasearse entre el más acá y el más allá. Y el día que me disfrace, lo haré de luz de Navidad en octubre: eso sí que da canguelo.

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