Opinión | La Feliz Gobernación
Ensayos para el cambio que viene
El programa es: gobernamos para que no gobiernen los otros, en un explícito reconocimiento de que se está suplantando, mediante una legitimidad institucional indiscutible, el magma sociológico realmente existente

Foto de archivo de Carles Puigdemont y Pedro Sánchez en el Parlamento Europeo. / EFE
Los tiempos están cambiando. Y, como siempre que ocurre de manera radical, el proceso es imperceptible. Todo lo demás, es posible otear un aire de malestar, de incertidumbre. La rana se está cociendo en la olla, y ella no lo sabe. En tiempos como estos es inútil la resistencia por la resistencia. La palabra cambio siempre ha tenido connotaciones positivas, desde Bob Dylan al PSOE del 82, pero el que viene ahora es regresivo, y está espoleado precisamente porque el estatus existente no ofrece respuestas bajo capa de un progresismo formal, de boquilla, un progresismo que no progresa. El horizonte está puesto en llegar a 2027, pero el trayecto se antoja como un mero forcejeo, sin perspectiva de resultados, o peor, con todavía mayores estropicios en la desigualdad de los ciudadanos según territorios o en el desguace y estigmatización de estructuras básicas del Estado. El programa es: gobernamos para que no gobiernen los otros, en un explícito reconocimiento de que se está suplantando, mediante una legitimidad institucional indiscutible, el magma sociológico realmente existente. Pura resistencia sin chicha, lo que significa que contra ella arreciarán aún más los vientos del cambio a la contra hasta hacerlo ya inevitable.
Emergen las contradicciones
Las contradicciones se agudizan cuando se supera la fase instrumental en que se intercambian intereses de parte: la investidura, de un lado, y los avances nacionalistas, de otro. La imposibilidad de un cacareado Gobierno progresista con socios parlamentarios de estricta derecha, por lo demás frustrados en su incontenida demanda de cesiones, no puede tener un largo recorrido, salvo como continuidad políticamente improductiva.
El desgaste no solo es un achaque de los partidos políticos. También la sociedad muestra su cansancio al observar que el Parlamento y la dinámica declarativa desatiende los asuntos esenciales para promover concursos de zascas
Una situación así produce un desgaste que afecta a todas las fuerzas en liza: de un lado, el sector izquierdista del Gobierno no encuentra el modo de identificarse más que en desideratums verbales, y proyecta la imprensión de una falsa incomodidad, pues parece conformarse con la permanencia en el poder, aunque esto rinda poco para sus supuestos objetivos, estado que ponen de manifiesto los señalamientos de Podemos a Sumar por mucho que estas disidencias puedan tener su origen en motivos personalistas ya no tan inconfesables.
Al mismo tiempo, el PSOE sufre un desdibujamiento a consecuencia de sus braceos por intentar atender sin mediar coherencia los impulsos a su derecha y a su izquierda, neutralizados ambos por la inoperancia parlamentaria, una señal inequívoca de disfunción democrática.
Y en cuanto al socio fundamental, el de los siete votos, que parecía arbitrar en su interés, sin imutarse, el conjunto de los acontecimientos, ve minada su posición porque le ha nacido un contrapunto radical tanto como independentista como xenófobo y ultraderechista, Alianza Catalana, que identifica a Junts como socio de una coalición de izquierdas a la que apenas es capaz de extraer reivindicaciones nacionalistas para ellos secundarias, muchas de ellas imprecisas o de difícil concreción, empezando porque la amnistía a Puigdemont sigue en el catálogo de las quimeras, sin activar el ‘programa máximo’ de la independencia.
La ultraderecha no surge por generación espontánea. Una elemental reflexión debiera considerar que algún anclaje debe tener en las deficiencias de la izquierda y, ojo, también en las de la derecha clásica
Pero el desgaste no solo es un achaque de los partidos políticos. También la sociedad muestra su cansancio al observar que el Parlamento y la dinámica declarativa desatiende los asuntos esenciales para promover un concurso de zascas, diálogos de sordos, invectivas polarizadoras y recurso a cortinas de humo con los que se intenta llenar el vacío de la acción política. Que la solución al problema de la vivienda discurre por un tobogán de ocurrencias mientras que lo que verdaderamente avanza es la posibilidad de incrustrar un pinganillo a las orejas de los europarlamentarios para que escuchen en catalán las intervenciones de los representantes independentistas de esa Comunidad. La prioridad nunca es el proyecto social que se supone, sino el alambique necesario para mantenerse en el poder, que nunca deja de agotar sus piezas.
Fenómenos nada extraños
La perplejidad de quienes se desenvuelven en este metalenguaje del oficio político alcanza cotas de incompresión cuando la marea social arrastra una realidad incómoda, y es que los sectores que debieran situarse como portencialmente expectantes ante la acción de un Gobierno de las actuales características y a los que éste se dirige, una sección importante de la clase media trabajadora y de su declinación proleta, se dejan prender por los discursos reaccionarios. Y un fenómeno todavía más inquietante: una parte importante de las nuevas hornadas juveniles asume con más fervor los discursos desnudos de la ultraderecha antes que los de la institucionalidad progresista, que son vistos como retóricos, paternalistas o, más sencillamente, impostados, en cualquier caso distantes de la realidad de la gente, contaminados del canon woke, de una corrección de nuevos moralismos y del desentimiento de los principales problemas que debieran atacar, los que están al ras de la calle.
Debe ser desolador para los dirigentes de izquierda constatar que su prédica cae en el desierto de quienes supuestamente son los beneficiarios de sus políticas
Frente a este malestar profundo, la respuesta es la estigmatización, la irritación y el aleccionamiento desde un didactismo de superioridad moral completamente inoperante y, peor, excitador. La ultraderecha no surge por generación espontánea ni por algún determinismo general que abarque el mapa mundi. Una elemental reflexión autocrítica o, sin siquiera llegar a esto, medianamente compleja debiera llevarnos a considerar que algún anclaje debe tener en las deficiencias de la izquierda y, ojo, también en las de la derecha clásica, la más trastornada por este epígono, de tal manera que no sabe si acompañarla, denunciarla o superarla.
Debe ser desolador para los dirigentes de izquierda constatar que su prédica cae en el desierto de quienes supuestamente son los beneficiarios de sus políticas. Algo no están haciendo bien cuando en la práctica se están convirtiendo en los promotores del monstruo, un monstruo al que alientan no tan involuntariamente, pues en sus estrategias de mesa camilla lo esgrimen para debilitar a la derecha convencional. A algún dirigente socialista le he escuchado un razonamiento del siguiente cariz: «Estamos lejos de poder ganar. Pero si dejamos que gobierne el PP con Vox ambos crearán el abono para que la gente pida a gritos que regrese la izquierda». Como lo de Trump, pero al revés.
Brotes electorales
Pero por debajo de la sensación de precaria estabilidad, algo se mueve. En todos los ámbitos. Está ahí el referéndum de Puigdemont, esta vez legal, entre sus bases, para desengancharse de Sánchez, algo así como el último tango en Perpiñán. Y también en la Comunidad Valenciana, porque lo que no puede ser no puede ser y, además, es imposible: la jueza citará a la compañera de Mazón en El Ventorro para que explique cómo transcurrieron aquellas horas y cuántas fueron, asunto en apariencia frívolo, pero sobre el que gira toda la crisis del presidente valenciano, quien más pronto que tarde caerá por su propio peso ante un tribunal, si bien lo crudo del asunto es que, ante la ausencia del PSOE, el PP podría volver a ganar incluso con Mazón de candidato, según las encuestas. Y más: probables elecciones en Extremadura por la negativa de Vox a aprobar los Presupuestos, y tal vez en Aragón, y en Castilla y León. Ensayos forzados de los abascales para testar su expansión. Y otro redoble: Moreno Bonilla, espejo de la moderación popular, ve peligrar su mayoría absoluta por la crisis de los cribados, aunque tal cosa no afecte a la posición de la izquierda, porque en tal caso se sostendría con Vox.
Los tiempos están cambiando, y el proceso se acelera. La estabilidad se desestabiliza. El muro de contención que significa el actual Gobierno central es tan solo, en apariencia, un freno temporal, por lo demás inocuo a efectos de gestión, para el tsunami que viene. ¿Cómo pararlo? Tal vez sea demasiado tarde. El ensimismamiento político conduce a estos destrozos.
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