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Opinión | De dioses y de hombres

Profesor y artista plástico

Un Nobel para Latinoamérica

Volvamos siempre a escuchar a los que con el ejemplo de su vida han iluminado el camino

Gabriela Mistral junto al rey Gustavo V de Suecia en la ceremonia de entrega del Premio Nobel de 1945.

Gabriela Mistral junto al rey Gustavo V de Suecia en la ceremonia de entrega del Premio Nobel de 1945. / Archivo

Conocíamos hace unas semanas el Premio Nobel de Literatura de 2025, galardón que ha reconocido al escritor húngaro László Krasznahorkai «por su obra convincente y visionaria que, en medio del terror apocalíptico, reafirma el poder del arte». En España contamos con cuatro galardonados de excepción: José Echegaray, Jacinto Benavente, Juan Ramón Jiménez y, el más reciente, Camilo José Cela, en 1989. Haciendo memoria de los nobeles de Literatura, me gustaría destacar uno del que se cumplen ahora ochenta años. Un premio, el de 1945, que fue especialmente significativo por dos motivos: por un lado, fue el primero tras el fin de la Segunda Guerra Mundial; por otro, lo recibió una mujer, siendo la primera persona de Latinoamérica en recibirlo. Se trató de Lucila de María Godoy Alcayaga, aunque mejor nombrarla por el nombre que ella misma eligió para sí: Gabriela Mistral.

La escritora chilena ofrece, como suele ser habitual, una biografía sumamente interesante. Mujer de origen humilde y cuyo empeño y compromiso con el ser humano -especialmente con los niños y su educación- la hicieron recorrer gran parte del mundo con la palabra y la cultura por bandera. Gabriela no sólo fue una grandísima escritora y poeta; su labor como pedagoga, profesora y embajadora de Latinoamérica fue, y sigue siendo, fundamental.

Mistral no pudo estudiar oficialmente para ser educadora por carencia de recursos económicos. Su acceso a la docencia fue por libre, superando un examen que la calificaba como ‘Maestra de estado’. Muchas fueron las oca-siones en las que la genial chilena sufrió la envidia y el rechazo -por parte de compañeros- en diferentes escuelas en las que trabajó por no tener una ‘for-mación oficial’. Posteriormente, en México, fue contratada por el ministerio para unas campañas en favor de la enseñanza rural. Fue consciente de la im-portancia de su trabajo. Sabía que asistía a una ‘revolución’ social. Convirtió la lectura individual o colectiva en una celebrada fiesta. Anduvo a caballo, esos años, entre los pueblos indígenas y la alta intelectualidad del país. En muchos aspectos, Mistral fue una gran adelantada a su tiempo pedagógicamente: fomentaba las clases al aire libre, la introducción del arte en las aulas y la unión de obreros, padres y estudiantes en la consecución de objetivos. También son palpables sus sólidas creencias cristianas en su concepción pedagógica y educativa.

Emocionante es, aún hoy, leer su manifiesto en favor de los derechos de los niños y su educación, pronunciado en París, en 1927. Gabriela Mistral, que no tuvo hijos -aunque educó a un sobrino que la consideraba su madre-, unió siempre la figura maternal a la de la educación. Defendió la importancia del contacto directo del alumno con la humanidad del docente. Destacar, entre su vasta obra, dos de sus libros: Desolación, publicado en Nueva York en 1922, considerado su primera obra maestra; y Ternura, publicado en Madrid dos años después, obra que renovó totalmente la concepción de la poesía infantil escolar.

Siendo cónsul en Brasil, en Petrópolis, (ciudad en la que tan sólo tres años antes había muerto otro titán de las letras: Stefan Zweig), recibió Mistral la noticia de la obtención del Nobel de Literatura. Un premio que fue celebrado en toda Latinoamérica como una gran victoria común. El galardón fue recibido el diez de diciembre de 1945 de manos del rey sueco Gustavo V. Es interesantísimo leer la crónica que el escritor argentino Manuel Mujica Lainez hizo del momento. El intelectual porteño coincidió en Estocolmo con Gabriela Mistral y fue testigo y acompañante de la Nobel chilena -ambos tenían una amistad anterior-. Mujica, que era corresponsal del periódico La Nación de Buenos Aires, ofrece una visión emocionada y personal del acontecimiento. Cierra esta crónica con una frase e imagen poderosa: «Señora, considere usted que este abrazo es de nuestra América», y la abrazó.

Como docente y padre que soy, no puedo sino leer con admiración e interés el legado cultural y pedagógico de esta mujer excepcional. Hoy, que observo ciertas derivas en la sociedad y en el sistema educativo que me causan pavor, recordemos a esta poeta y maestra de vocación. Volvamos siempre a escuchar a los que con el ejemplo de su vida han iluminado el camino. Aquellos cuyo compromiso con el ser humano y la cultura son esenciales en el desarrollo y avance de los pueblos. Se cumplen ochenta años del reconoci-miento internacional hacia la obra de Gabriela Mistral y su obra y postulados siguen plenamente vigentes y urge recordarlos: «Enseñar siempre: en el patio y en la calle como en la sala de clase. Enseñar con la actitud, el gesto y la palabra».

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