Opinión | Contextos de arte
Ana Diéguez-Rodríguez
Las joyas de la corona

Los visitantes contemplan 'La libertad guiando al pueblo', de Eugène Delacroix, en el museo del Louvre, tres días después del robo. / Associated Press/LaPresse / LAP
Los robos de museos siempre tienen una espectacularidad inherente al suceso. Desde las piezas sustraídas hasta la supuesta inviolabilidad de los edificios que las custodian. Pero, ¿qué puede motivar más al ser humano que los retos?. Desde luego, los amigos de lo ajeno y que tengan tiempo, pues lo que ha pasado este fin de semana en el Louvre es desde luego un plan urdido con coherencia y conocimiento de todas las eventualidades que podían facilitar la substracción de las piezas, necesitó de un proceso largo de gestación. Esto es muy interesante, pues no son unos Thomas Crown interesados en poseer algo único al mismo tiempo que distraerse en su hastío cotidiano buscando experiencias que les llenen de adrenalina y saberse más listos que los demás. No, en este caso, es un burdo robo por dinero. Unos ladrones que lo que quieren es vender rápido las piedras preciosas sustraídas del juego de pendientes, collar y tiara de zafiro y diamantes que pertenecieron a la reina María Amelia de Francia, última reina de los franceses; las esmeraldas del collar y pendientes de la emperatriz María Luisa de Austria; y la tiara de perlas y el gran lazo del corpiño de la emperatriz Eugenia de Montijo, a quien el palacio de Liria en el año 2021 le dedicó una interesantísima exposición. Afortunadamente, la corona de esta emperatriz española se les cayó, pudiendo ser recuperada antes de que los ladrones se ocuparan de dividirla para hacer efectivo su valor. Hoy por hoy, esas piedras pueden estar engastadas en collares, pendientes o pulseras de baratillo y pasar por las aduanas sin ningún problema, encontrando en otros países la forma más segura y fácil de canjearlas por dinero. De hecho, va a ser el dinero, y unas grandes sumas, el que quizá permita dar con los ladrones, pues de otro modo, lo veo difícil.
Lamentablemente, el patrimonio realizado con materiales preciosos es muy susceptible de desaparecer. España tiene ejemplos de ello. En 1918, uno de los trabajadores del museo del Prado, se llevaba once piezas del Tesoro del Delfín; el 4 de abril de 1921, desapareció la corona de Suintila de la armería del palacio Real, procedente de parte del Tesoro visigodo de Guarrazar; y en la noche del 9 al 10 de agosto de 1977, la cámara santa de la catedral de Oviedo fue saqueada, llevándose la Cruz de la Victoria (de don Pelayo), la Cruz de los Ángeles, y la caja de las Ágatas. Estas piezas fueron desguazadas en el mismo lugar, llevándose las piedras, ágatas, camafeos antiguos y oro, dejando las estructuras internas allí tiradas. En este último caso se detuvo al ladrón, pero sólo se pudo recuperar una parte de las piedras y el oro de estas piezas.
En el caso del robo en el museo del Louvre, lo sorprendente es que ocurriera precisamente en una institución de tal envergadura, donde sus sofisticadas medidas de seguridad - que existen y son muchas-, quedaran en ridículo ante el ingenioso, e incluso chusco, procedimiento que emplearon los ladrones: una grúa de mudanza, es decir, una escalera, una ventana exterior cercana a unas obras, y unas sierras radiales y un soplete que cualquiera puede comprar en una ferretería. Es la sencillez del procedimiento y de las piezas elegidas, fáciles de mover y esconder, lo que ha causado asombro y estupor. Si un museo como el Louvre ha sido tan sencillo de violar ¿qué no se puede hacer en alguno más pequeño?.
Más allá de las horas de disfrute literario o visual que nos puedan dar los relatos de robos, sean artísticos o de joyas, este asunto nos ayuda a reflexionar sobre las necesidades de contar con unos buenos sistemas de seguridad en los museos y no dar nada por sentado. La simplicidad de lo cotidiano ante unos obreros realizando su trabajo, ha sido de la mayor audacia.
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