Opinión | Boulevard Flandrin
Rafi y Jesús: el fin de ETA
Durante demasiado tiempo, en España se vivió en cuclillas. Mirar debajo del coche antes de arrancar. Bajar la voz. Disimular los apellidos. ETA no solo asesinaba: administraba el miedo. Lo repartía con una eficacia perversa, como un impuesto invisible. Había quien hablaba con el índice en el gatillo y hasta el silencio humeaba. Y el país aprendió a respirar con la espalda tensa, con el alma a medio llenar.
Para los de los noventa, el asesinato de Miguel Ángel Blanco fue el instante en que España dejó de agachar la cabeza. Un concejal joven en Ermua, dos tiros. Las manos blancas. El país entero en silencio. Recuerdo la marcha en Cieza. Mi madre me subió a sus hombros. No gritábamos. Caminábamos. Fue el primer gesto político de toda una generación: el país que se descubría diciendo ‘nosotros’.
14 años después del fin de ETA, aquel 20 de octubre de 2011 sigue siendo una fecha que duele y enseña. La justicia hizo su trabajo. Los cuerpos y fuerzas de seguridad, también. Pero la paz no se firmó en los despachos: se tejió en la obstinación de los que creyeron en la palabra cuando la palabra era una frontera.
Entre ellos, Jesús Eguiguren, que entendió antes que nadie que la paz empieza cuando alguien se atreve a escuchar al verdugo sin dejar de saber quién es. Su pragmatismo fue una forma de lucidez generosa. Se sentó con quien no debía, habló con quien todos temían.
Lo hizo con la serenidad de quien sabe que la política, cuando es verdadera, consiste en mirar lo insoportable y no apartar la mirada.
Y lo pagó con la soledad, con el desprecio de los suyos, con la incomodidad de un país que prefiere el mito del ruido a la verdad del silencio.
También, Rafaela Romero. Hizo política en las calles donde el miedo tenía domicilio y la dignidad, trinchera.
Recibía casquillos, veía caer a los suyos y seguía. Sin ira, sin rencor.
Con la claridad de quien ha visto el horror y aún elige la ternura.
Rafi pertenece a esa estirpe de mujeres que sostuvieron la democracia cuando el país temblaba: las que cuidaron la vida mientras otros discutían la historia.
Catorce años después, seguimos sin saber agradecerles del todo. Somos un país veloz para la consigna y lento para la gratitud. Un país que olvida con la misma facilidad con la que juzga.
Ahora abundan los que agitan la bandera desde la muñeca, los que se envuelven en símbolos para ocultar su falta de sustancia. Los que confunden el amor a un país con la necesidad de un enemigo.
Han hecho del patriotismo un gesto pretencioso, hueco, de cartón piedra.
Pero la patria no está ahí.
Está en quienes sostuvieron el país cuando el país temblaba.
En los que, cuando el miedo lo ocupaba todo, se atrevieron a mirar.
Y no apartaron la mirada.
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