Opinión | Dulce jueves
Los límites del poder
La única fuente de legitimidad de líderes como Sarkozy —y de tantos otros— fue el carisma

Sarkozy
En su libro Testimonio, Nicolas Sarkozy explicaba de la siguiente manera los motivos por los cuales había entrado en política: «Por muy lejos que me remonte en mis recuerdos, veo que siempre he querido actuar. En mi mente, la palabra, las ideas, la comunicación sólo tienen sentido en la medida en que permiten y sobre todo facilitan la acción. Transformar lo cotidiano, hacer factible lo imposible, buscar márgenes de maniobra, eso es lo que siempre me ha apasionado. Me gusta la idea de una acción común hacia un mismo objetivo. No existe la fatalidad para el que acepta atreverse, intentar, emprender».
Hoy, desde la cárcel, el expresidente francés se ha convertido en ejemplo de lo peor de la política, aquella que se entiende como una forma de poder que conduce invariablemente al abuso o a la corrupción. Un tipo de política que, ejercida por líderes fuertes y combativos, promete resolver todos los problemas, aunque por el camino sacrifique el sentido de sus límites y de su función.
Pero la política no está para garantizar que las decisiones que se toman sean resolutivas, sino legítimas. Y para que sean legítimas, no basta con su eficacia ni con el afán de actuar para cambiar las cosas, de la acción, como señalaba Sarkozy en el fragmento de su autobiografía. Es necesario que se sustente en una ética de sus límites. La acción —el fin— es importante, pero no es nada sin los medios. Sin ética, la política se desvirtúa. Por eso no entendemos por qué parece funcionar al revés de lo que se espera de ella. Vivimos en la confusión y la desconfianza, y hemos dejado de creer que la política sea un buen medio para resolver los graves problemas a los que nos enfrentamos.
Continuamente podemos escuchar expresiones como «hay que despolitizar los asuntos», «no hagamos política con estas cosas importantes...», expresiones que vienen a identificar la política con su peor cara: el politiqueo, el juego puro de intereses y la ambición de poder. Sólo cuando la política se rige por principios, el poder encuentra sus límites: la razón como adecuación de fines y medios, los valores y creencias comunes, la ley como respaldo de las reglas del juego establecidas con el consentimiento a través de la discusión y las mayorías.
Por el contrario, la única fuente de legitimidad de líderes como Sarkozy —y de tantos otros en estos tiempos de antipolítica— fue el carisma. Las dotes de seducción, la acumulación de poder personal y la imagen de cercanía sustituyen hoy al ejercicio responsable del gobierno. En la sociedad del espectáculo, la política se ejerce de espaldas a la verdad y de ahí que se impongan los líderes carismáticos, mediáticos, seductores, capaces de ocupar el centro de la escena más por su estilo que por sus ideas. Es la lógica del populismo: el triunfo del encanto sobre la razón, el impacto del instante, el poder como fin en sí mismo. Políticos como estrellas fulgurantes, que se consumen en su propio brillo y cuyos destrozos sólo pueden repararse si aprendemos de su caída. n
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