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Opinión | Pasado a limpio

Tiempo de desmesura

Que la vida pública se desarrolla en una tensión creciente no escapa al menos agudo de los observadores. Cada vez son menos los ámbitos en los que no se vive al borde del conflicto, cuando no directamente en él. De la política internacional a la local, todo son trincheras en las que prima el gregarismo más ovino.

El sentido de Estado es escaso en los líderes políticos, pero los ciudadanos no premiamos al prudente, sino al insensato. Las barbaridades que se oyen a diario rivalizan con las estupideces, sin dejar apenas resquicio al sosiego, la prudencia y el análisis racional. Todo el mundo habla de todo sin saber apenas de nada y, en mitad de la turbulencia, hemos perdido los conceptos elementales.

En el tiempo de Pericles, los sofistas eran maestros en Filosofía y en Retórica. Han llegado a nosotros con la visión de Platón y Aristóteles, por su relativismo y por su dominio de los recursos de la persuasión, hasta el punto de calificar como sofisma a un argumento falaz que se presenta como válido. Entre todos ellos, Sócrates dio valor a conceptos esenciales, con lo que levantó un dique frente al relativismo y el subjetivismo imperante en su época,

Siglos después, la controversia entre Racionalismo y Empirismo fue resuelta por Kant y sus categorías absolutas. El imperativo categórico sigue resonando en nuestros oídos a través de nuestros maestros: actúa de manera que tu conducta pueda ser considerada una ley universal.

Tanto Sócrates como Kant marcan unas líneas morales insoslayables, el buen ciudadano que acepta incluso la condena injusta, el que hace a los demás lo que quisiera que hicieran con él. Criterios sencillos que parecen estar muy lejos de nuestro tiempo.

El odio de Netanyahu a los palestinos no es menor que el desprecio que muestra a quienes lo critican. Es la misma actitud de Trump con sus rivales políticos o con quienes no lo adulan. También tenemos algunas muestras en el panorama nacional que no necesitan motosierra para incendiar.

El discurso del desprecio a los inmigrantes ha salido de la tribuna política y se desparrama por nuestras calles –o puede que haya sido al revés y aquella sea un amplificador–. Ha dejado en un segundo plano, pero no olvidado, el odio al catalán y al vasco, más allá del separatismo. Sirva como ejemplo el victimismo del que hace gala el gobierno murciano, comparando lo que recibe esta comunidad con lo de aquellas, para justificar su incompetencia en numerosas áreas. Qué decir del odio al comunista o al socialista, pero también al ecologista, a las feministas, al sanchismo y al colectivo LGTBI. El caso es tener un demonio al que señalar. Los comentarios de desprecio hacia cualquier persona que pertenezca o que encaje en alguno de esos grupos pertenecen a la esfera de lo irracional, porque donde no hay análisis, no hay crítica. Con frecuencia, el menosprecio al diferente, en una desmesura grupal, gregaria y primitiva, se transforma en odio.

Los cimientos de nuestra democracia se resienten sin que casi cincuenta años hayan servido para sentar unos mínimos indeclinables. Hablamos de jóvenes que afirman que con Franco se vivía mejor. Los antiabortistas toman de nuevo posiciones en las más altas esferas políticas y de la forma más abstrusa. Se habla de listas negras de médicos antiabortistas cuando ni siquiera se respeta mínimamente a los médicos y la contratación precaria de los jóvenes médicos ya es de por sí nigérrima. Se desperdician millones de euros en formar titulados competentes para que emigren a otros países en busca de mejores empleos.

Desde Vox se habla de menas, no de niños, ni de menores; se les priva de su condición humana y se les tacha de delincuentes en una generalización que casa bien poco con los valores cristianos que dicen representar. Si no os volvéis y hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos, pone San Mateo en boca de Jesús. Pero esta Comunidad Autónoma cierra el centro de Santa Cruz, ¡gran proeza en la protección de menores! Una de las principales competencias autonómicas.

Luis Martín-Santos publicó Tiempo de silencio en 1962. La influencia del Ulises de James Joyce es notoria en el cambio constante de la voz narrativa, pero hay otras influencias entre las que no es menos la de Baroja y otros autores que no es necesario reseñar en este artículo. La novela marcó un hito en la renovación literaria del oscuro régimen franquista; no porque no hubiera grandes narradores en la época, sino por el tiempo estanco, inmovilista, casi como el tráfico de Murcia. El autor era un médico tan brillante como auguraba su futuro literario, mal que pesara a la censura del régimen, pero un accidente de tráfico truncó su carrera. En una de las escenas, en los bajos fondos de Madrid, el protagonista, también médico, pero no ejerciente, intenta salvar a una chica que se desangra al practicarle un aborto clandestino. Cualquier parecido de la escena literaria con la realidad no era mera coincidencia. ¿De verdad queremos volver a aquella España? n

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