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Opinión | De dioses y de hombres

Un cuadro para el escándalo

Un cuadro para la eternidad

Un cuadro para la eternidad

En este año que ya vamos terminando se conmemoran cien años de la muerte de un gran artista. Un hombre que nació por casualidad en Florencia, como si fuera una premonición, pero que tendría nacionalidad estadounidense. Habitante de diversas y cosmopolitas ciudades europeas a lo largo de su vida; lugares en los que se fue formando y dejando la larga estela de sus más de novecientas obras. Pintor que encarnó perfectamente la figura del dandi decimonónico: elegante, políglota y exquisito tanto en la pincelada como en la composición de sus obras. Artista que pintó a la Alta Sociedad del momento, siendo considerado el retratista de más éxito del último tercio del siglo XIX; con el permiso de Sorolla y de Boldini. Poseedor de una visión clasicista de la pintura y codeándose, en ocasiones, con el naciente impresionismo (mantuvo admiración y una amistad especial con Claude Monet), se convirtió en uno de los primeros pintores internacionales de la historia del arte. Les estoy hablado de John Singer Sargent.

Sargent fue un hombre que mostró desde joven una habilidad pasmosa para el dibujo. Fue depurando a lo largo de su vida una técnica que lo hizo estar tremendamente solicitado y cotizado entre las clases pudientes de la Europa del momento. Un virtuosismo técnico que le hizo merecedor de las más altas críticas y también le granjeó numerosos detractores cuando los aires de modernidad irrumpieron con las denominadas vanguardias a principios del siglo XX. Cultivó principalmente dos géneros: el paisaje y el retrato. En este último llegó a tener un dominio inusitado, preñado de ecos velazqueños en numerosas ocasiones. Muchos fueron los clientes de las principales capitales que lo buscaban en pos de sus vanidades. Pero, sin lugar a dudas, fue el retrato de Virginie Amélie Avegno Gautreau, (una socialité de la época), el que lo ascendió a un nivel superior; aquel en el que determinadas obras y artistas reescriben la historia de su momento convirtiéndose en protagonistas atemporales.

La señora Gautreau fue una obsesión para Sargent. Fue el propio artista el que se ofreció, siendo ya renombrado pintor, a retratarla. Otros lo habían intentado antes y ella los había rehusado. Virginie poseía una belleza singular que despertaba pasiones entre sus contemporáneos, acostumbraba a empolvar su cuerpo y rostro con polvo de arroz y teñía su rizado pelo con un tono anaranjado. Sus aventuras extramatrimoniales eran comentarios habituales en la prensa sensacionalista de la época y su estilo elegantemente extravagante y siempre a la última novedad de la moda, no pasaba desapercibido entre los hombres y mujeres del París de las últimas décadas del siglo XIX. Sargent pretendía con su retrato alzarse definitivamente entre lo más granado del París finisecular, conseguir un golpe de efecto en el Salón de 1884. Virginie posó con un provocador vestido negro, de una cintura casi imposible y un tirante de brillantes caído; el rostro de perfil y la pose altiva, orgullosa. No pasó desapercibido el cuadro; pero no como ellos esperaban.

La sociedad parisina se cebó con una pintura que consideraron indecente, provocadora. Podían tolerar su vida infiel y libertina, pero no la arrogancia con que parecía presumir de ello en el cuadro. Hay que tener en cuenta que el lienzo no se tituló con el nombre de su protagonista y que terminaría pasando a la historia como retrato de Madame X. Sargent, agobiado por críticas y presiones, se limitó a repintar el tirante caído y colocarlo sobre el hombro de la dama, pero no sirvió de mucho: tanto la fama del artista como la de su ansiada modelo quedaron gravemente heridas. Virginie optó por un largo periodo de ausencia del mundanal ruido parisino. Nuestro pintor se marchó de París, junto con el cuadro motivo de escándalo, para afincarse en Londres.

Ahora que se cumplen cien años de la muerte de este genial estadounidense es un buen momento para recordar su figura y obra. Igualmente, para reflexionar sobre cómo el arte nos trasciende y enseña sobre la propia vida, sus incoherencias y pasiones. Nadie recordaría hoy a Virginie Gautreau si no fuera por el lienzo que Sargent le dedicó. Un cuadro que tiene un lugar destacado en la historia del retrato pictórico, una obra que sacudió la hipocresía de la sociedad que lo alumbró y que hoy, desde el Metropolitan Museum de New York- al que el propio Sargent terminó vendiéndolo- nos sigue deslumbrando. No pudo imaginar aquella mujer obsesionada con su piel pálida y su propia figura enigmática que el cuadro que creyó causante de muchos de sus males terminaría siendo su salvoconducto hacia la eternidad.

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