Opinión | Cara B
MARTA ZAFRILLA
Miguel Sánchez Robles: Las pequeñas y rotas bellezas
Llega No sabe del amor quien vuelve vivo con la cuidada edición que la editorial madrileña Villa de Indianos y al lector no le queda otra que realizar un trabajo de asombro continuo

Miguel Sánchez Robles / L. O.
Las lluvias de un otoño que no termina de llegar presentan el escenario perfecto para comenzar una lectura como No sabe del amor quien vuelve vivo. Prepárense un aromático café (por supuesto sin edulcorar) y escojan un asiento frente a una ventana (pero que no sea demasiado cómodo). Ahora sí. Hablemos del último libro del caravaqueño Sánchez Robles al que avalan, además de los premios literarios recibidos por cada uno de sus relatos, el ser ya escogido como libro de cuentos finalista del Premio Setenil.
Me unen a Miguel cerca de dos décadas de amistad lírica. Y esa, ya os lo digo, no es una amistad cualquiera. Ser amigos en la lírica no significa simplemente que ambos amemos la poesía. No. Va mucho más allá. Coincidimos en que a ambos nos sorprende, por ejemplo, —y nos duele— que alguien pueda plantarse ante la Dafne de Bernini y no llorar, mirar su carne violentada y no empatizar con su dolor de mármol, o que haya quien escuche la voz de Chet Baker y no se caiga en ese pozo profundo que sacude por dentro, como si llamaran a misa en el campanario del alma. El síndrome de Stendhal existe y nos inquieta que haya quien no lo comprenda: uno puede derrumbarse de belleza.
Creo que ambos entendemos que no es solo lo aceptado como normativamente sublime lo único que puede doblegarnos el alma (la voz de Diana Krall, los cuerpos al sol de Sorolla), también están las pequeñas y rotas bellezas de los rincones que nadie quiere poblar y Miguel Sánchez Robles aborda: la soledad, el vacío, la tristeza. No hay línea ni verso del autor caravaqueño que no te arrastre precipicio abajo o te haga estallar una tormenta en los huesos.
La literatura de Sánchez Robles nos sacude desde esa realidad que no nos atrevemos ni a mirar. Y todos sus personajes nos lo recuerdan en cada página: estamos anestesiados por la rutina. Vivimos en un mundo donde todo late tan mansamente masticado que hasta «el mismo champú trae instrucciones». Vamos «buscando la felicidad en los lugares equivocados», viendo vídeos tontos en Tik Tok, aceptando como auténticas amebas las verdades a medias y viendo abocarse el mundo hacia una nadería sin fin. Porque, nos recuerda Miguel, «somos animales dóciles», «perritos de Pavlov» y parece que debemos aceptar su apunte: «La civilización es un gran perro acostado». Y nosotros nos contentamos con acariciar dócilmente la gran mentira mientras sonreímos por llegar a fin de mes.
Y en este mundo McDonalizado lamentablemente nadie nos dirá: «¿Quién me salvará de tu belleza?» ni tampoco nadie nos confesará: «Me dan miedo las montañas rusas, pero creo en los ángeles y en las bibliotecas». Nadie. Porque todos y cada uno de nosotros «hacemos las cosas con fatiga», no usamos el lenguaje como cazamariposas para atrapar belleza como los personajes de Miguel. Ojalá.
No sabe del amor...
Pero entonces llega No sabe del amor quien vuelve vivo con la cuidada edición que la editorial madrileña Villa de Indianos ha preparado concienzudamente, y al lector no le queda otra que realizar un trabajo de asombro continuo. Sus páginas son una auténtica herida abierta que obligan a mirar de verdad. Desde la verdad.
Las palabras de Miguel restauran la virginidad en la mirada y tras atravesar sus relatos se vuelve más sencillo encontrar la belleza de una clavícula que asoma en un escote o dejarse subyugar por el aroma de una habitación olvidada de la infancia. Cada pliegue que se va destapando en esos cuartos de realidad que nacen en sus cuentos multiplica la vida, abriéndonos a espacios que suenan y palpitan vivos y sufridos. Plenos. Sorprendentes. De veras: no es solo melancolía lo que contiene este libro: es toda una oportunidad de asombro.
Pues un escritor no solamente ha de contar una historia ni presentar personajes creíbles. Ha de meternos en un universo. Y los universos de Miguel no son lejanos y mucho menos están plastificados. Son esa realidad que, con sus verdaderos adjetivos, no llegamos a ver porque estamos cegados por nuestra propia desidia. Ni siquiera nos damos cuenta de que somos náufragos. Miguel nos lo recuerda y nos brinda un bote salvavidas desde donde mirar el océano de los días con una reveladora aunque sincera cercanía. Si tienes suerte y en ese gris trasiego de la rutina que te desborda te caes en un cuento de Miguel, si te dejas acribillar por uno de sus disparos perfectos, encontrarás la certeza de quien se atreve a mirar la vida sin el velo de lo aceptado.
Y no, no siempre estamos preparados para los cuentos de Miguel, ni mucho menos. Sus líneas abren grietas y merman la apacible seguridad de las salas de estar dejando entrar la sombra. Y entonces el alma puede quedar empapada de pura y ruda melancolía. Decidme, ¿a alguien le apetece en serio abrir los ojos al asombro? ¿Sí? Ustedes mismos. Pero recuerden mis instrucciones: no más de un cuento de No sabe del amor quien vuelve vivo por día. Perjudica francamente la desidia.
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