Opinión | Boulevard Flandrin
Quince años muerto para nadie

Rafael, vecino del edificio donde vivía Antonio F., en la terraza inundada antes del hallazgo del cadáver. / Levante-EMV
Quince años sin abrir una puerta, anidando en el aire, de luz entrando a la misma hora, de silencio haciéndose hogar. En Valencia, un jubilado de 86 años fue hallado muerto en su casa, quince años después. Nadie lo echó de menos. Nadie preguntó por qué ya no respiraba. Solo el tiempo, que es el más obstinado de los notarios, fue dejando constancia de su ausencia: polvo en los muebles, cartas sin abrir, un recibo que dejó de pasar. Lo sabemos porque un fontanero, no la memoria, lo encontró.
Murió sin ruido, con la cortesía de quien teme molestar incluso al desaparecer. Afuera, la vida siguió su curso: cayeron gobiernos, se agotaron pandemias, sucedieron guerras. Todo eso ocurrió a unos metros de un cuerpo detenido, a la sombra que no encuentra pared.
Quizá algún vecino jugó al cíclope, asomándose por la mirilla para confirmar que el mundo seguía en pie. Otros dejaron de mirar, confiados en que la rutina era una forma de paz. Nadie oyó nada. Nadie sospechó que aquel silencio era un aviso. Porque el silencio, cuando se alarga, acaba teniendo cuerpo.
Ajeno al calendario, el hombre seguía allí. Su vida, hecha limo, se fue sedimentando en el polvo, en los recibos sin abrir, en las cartas que ya no esperaban respuesta, su buzón convertido en una himalaya de publicidades. Ahora su historia es una excavación arqueológica: el palimpsesto de una existencia rescrita, 15 años después, por el tiempo. Un fósil de misterios domésticos, de rutinas ignotas, de una respiración sin testigos.
Esa puerta cerrada es una pregunta. Hemos confundido estar visibles con estar vivos. Hay vidas que se desvanecen sin que nadie lo advierta, no porque no existan, sino porque ya no encajan en lo que miramos. Vivimos en un tiempo que celebra la independencia y desconfía de la cercanía. Hemos borrado la conversación, el saludo, la espera. En las tiendas compramos sin mirar, en los ascensores fingimos llamadas, en los portales ya no se comenta el tiempo. La soledad se ha vuelto aséptica, discreta, casi educada.
No siempre grita. A veces apenas se oye, pero pesa como un plomo. Es la del anciano que repite frases en el banco del parque. La del joven que habla con una máquina. La de la mujer que finge llamadas para que parezca que la esperan. Hay soledades que matan despacio, con la puntualidad de los días iguales.
Quizá haya que volver a pensar qué significa eso de la vida que parece que no cabe en nuestra vida. Tal vez la comunidad no sea una palabra grande, sino una costumbre mínima: tocar un timbre sin razón, saludar por cortesía, demorar un instante la prisa para interesarse por el anciano del banco. Puede que el porvenir empiece ahí, en esas conversaciones de ascensor que antes no decían nada y ahora lo dirían todo. En esa red invisible de gestos que aún sostienen para que nadie se apague sin que nadie lo note.
Porque una vida que desaparece sin que nadie la advierta no es solo la historia de un hombre abandonado: es la radiografía de una sociedad que ha dejado de escucharse respirar.
Vivimos con los oídos tatuados de ruido, incapaces de percibir el temblor del otro. Aprendimos a respirar cada uno en su burbuja, sin notar que el aire, como la vida, siempre fue encuentro.
Y lo peor no es que haya muerto solo.
Lo peor es que, durante quince años, vivimos todos como si nunca hubiera existido.
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