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Opinión | Lo veo así

La soledad del ser humano en las ciudades

Una sociedad, cada vez más pendiente de unas nuevas tecnologías que acercan al infinito y alejan de lo cercano

La soledad del ser humano en las ciudades

La soledad del ser humano en las ciudades

Entre la noticia del alcance de la paz en Gaza, la continuidad de la agresión de Putin a Ucrania -a ver si Trump encuentra un momento libre y convence a este sujeto de que pare esta barbaridad- y esas cosas que nos rodean de discutir, a estas alturas, el derecho de la mujer a abortar y la sinrazón de la sanidad pública andaluza, en relación con los cánceres de mama -de otros ni se habla-, se nos ha colado una noticia que debería de hacernos reflexionar sobre la manera de vivir que hoy tiene el ser humano en las grandes ciudades, donde es fácil perderse entre la marea de gentes por las calles y en la indiferencia de los vecinos -en los edificios también-, donde se puede vivir en el mismo rellano y desconocer el nombre de quienes habitan, justo en la puerta de al lado.

El ser humano parece haber llegado a tal punto de deshumanización que los vecinos, a los que es posible encontrar en el ascensor diariamente, se convierten en sombras que, cualquier día, pueden desvanecerse sin que nadie lo perciba.

Como Antonio Famoso, un discreto -tan discreto que apenas le recuerdan sus vecinos- habitante de un barrio de Valencia que fue encontrado muerto el pasado sábado por los bomberos -si la terraza de la casa no se hubiese inundado, continuaría sin descubrir-, que al entrar por la ventana de un sexto piso se encontraron con el macabro escenario: el cuerpo sin vida de Antonio que llevaba muerto quince años.

Quince años sin que ningún vecino le echase a faltar. Sin que nadie tuviese la necesidad de comunicarle algo: incluso el dueño del bar, al que tenía la costumbre de ir todos los días, dio por sentado que es que se había ido del barrio, sin más. Quince años sin que ni siquiera sus hijos mostrasen alguna curiosidad por saber el paradero de su padre. Y no, no es momento de entrar en como seria el carácter de este hombre, ni la relación, nula, que tuviese con su familia. No, no se trata de esto, se trata de que este ciudadano se ha convertido en una triste muestra de la terrible soledad a la que el ser humano está condenado en una sociedad, cada vez más pendiente de las redes sociales, que nos acercan al infinito y nos alejan de lo cercano.

Sí, la soledad del ser humano, sobre todo en las grandes ciudades -por fortuna en los pueblos se continúa conociendo al vecino de al lado-, parece haberse convertido en seña de identidad de las grandes urbes que ignoran aquello que no hace ruido. Una realidad creciente que fomenta el individualismo, el ajetreo de una vida en la que siempre parece faltar tiempo y la pérdida, cada vez más, de vínculos que nos aten al afecto de los demás, aunque normalmente estemos rodeados de gente.

Un aislamiento que se nos aparece progresivo, que se va agrandando con el paso del tiempo y que pone en evidencia el creciente olvido que en las grandes urbes se tiene de que el ser humano es un ser social por naturaleza, porque la vida en sociedad es fundamental para la propia supervivencia, para el desarrollo del individuo.

No, no deberíamos de entender la vida sin concebirla como la necesidad que tenemos de otros -el saludo en la calle, la llamada telefónica, el mensaje de recuerdo en el día grande- para satisfacer nuestras necesidades afectivas básicas, como forma de desarrollarnos en plenitud.

He vivido en distintos sitios -mi profesión ayudó en gran medida a esto- y siento que me adapté con facilidad a los diferentes entornos, gracias a las relaciones humanas que fui capaz de establecer: imposible dejar de sentir que quiero cada lugar en el que estuve, gracias a la gente que me ayudo a integrarme, a querer cada rincón y cada paisaje, a respetar sus costumbres. Al final, aprecio esos lugares porque aún puedo recordar con cariño a alguien de allí.

Quince años sin despertar el recuerdo de nadie… ¿En qué sociedad estamos viviendo?

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