Opinión | Pasado a limpio
Parafernalia

Trump
El término
En nuestro tiempo, como en cualquier otro, las palabras son importantes. Los bienes parafernales son aquellos que acompañan a la dote de la mujer, pero que, al contrario que ésta, no se incorporan al patrimonio conyugal, sino que siguen perteneciendo al dominio único y exclusivo de la mujer. Sí, lectora amiga, el concepto es propio de una sociedad patriarcal que queremos dejar atrás y podemos subsumirlo en la categoría más aséptica del patrimonio privativo conyugal, sea por procedencia o por uso.
El concepto dio significado en inglés a los bienes propios de determinadas ceremonias no exentas de boato y oropel. En su castellanización, se extendió también a la ceremonia en sí, con la connotación irónica de desproporcionalidad entre las formas y el significado, cuando hablamos de la artificialidad y la vacuidad, de la ostentación excesiva de un acto. El término viene de perlas al llamado Plan de Paz para Gaza.
Los antecedentes
La de Gaza no es una guerra, porque no hay dos bandos, perdón, dos ejércitos enfrentados, sino un ejército regular contra una banda más o menos organizada que calificaremos de terrorista o de guerrilla, según la posición del observador. El bombardeo indiscriminado de población civil, con destrucción de centros sanitarios y educativos puede calificarse de genocidio sin ningún reparo y sin necesidad de aguardar una resolución de tribunales internacionales cuya jurisdicción no reconoce Israel, un país tan democrático y civilizado como todos sabemos.
Pero como el uso de determinados términos puede ser incómodo para estómagos sensibles, podemos emplear sustantivos aceptados por la RAE como masacre, matanza, exterminio, aniquilación, carnicería, degollina o, en un contexto más festivo, sangría; incluso recurrir a matazón, para acercarla al habla hispanoamericana. Todo ello sin traducción al lenguaje jurídico, donde también tenemos equivalentes como crimen de guerra o de lesa humanidad. Podríamos recurrir al más manido de asesinato que, como homicidio doloso no sería suficiente, requiere el empleo de medios para asegurar el resultado, eliminando las posibilidades de defensa de la víctima.
No haremos consideración del origen del conflicto, que es muy anterior al 7 de octubre de 2023, pues se remonta a 1948.
El acuerdo de paz
No llega ni a tratado, pero fue firmado como si lo fuera, con convocatoria de líderes internacionales – ¡qué pena, no convocaron a Feijoo! – llamados al evento por su relevancia y significación geopolítica. Podría llamarse preacuerdo, puesto que remite a otros posteriores, que aún están por negociar. Para muchos, es realmente una capitulación de Hamás, una rendición prácticamente incondicional y no faltan razones, porque ni la negociación ni los términos se hacen en condiciones igualitarias.
No se le puede restar protagonismo a Donald Trump, pues ha sido el muñidor del acuerdo, sin lugar a dudas; sin él no habría sido posible, porque ha llegado donde otros no han podido. Pero tampoco ha de olvidarse su papel de aliado imprescindible de una de las partes. Netanyahu no habría podido sostener un conflicto que se expandía cada vez más por sus pretensiones expansionistas. Atacó a Irán como enemigo, al Líbano por si acaso, a Siria por prevención, a Yemen por ser amigo de sus enemigos y a Qatar por acoger a Hamás como mediador. No hay reglas de conflicto y normas de tratados internacionales que no haya vulnerado, pero de todas las violaciones, el ataque a Qatar haya sido el determinante de la decisión de Trump de poner fin a este sindiós. Bombardear impunemente embajadas, campos de refugiados y otros lugares especialmente protegidos según el Derecho internacional podía tolerarse –por el Boss–, pero a un aliado especial de Donald Trump, eso sí que es pecado mortal.
La parafernalia
La firma del acuerdo se ha vestido de un boato que no había visto el siglo. Ni la coronación de Carlos III de Inglaterra. Todo para lucimiento personal de Trump, que ha eclipsado al anfitrión egipcio. El saludo personal a todos los invitados, las palabras que les ha dedicado, las felicitaciones que ha recibido, han colmado su ego megalómano casi tanto como si hubiese recibido el Nobel de la Paz, al que se autopostuló en un ejercicio de egolatría sin parangón. Claro que, visto de otro modo, que fuera Netanyahu, el Genocida, uno de sus postulantes, no parecía ser la mejor carta de presentación.
La ceremonia más parecía un vasallaje al señor feudal, con besamanos incluido – esa manera de dar la mano como si fuera el obispo en su cátedra, con palmadita admonitoria incluida –, que ni siquiera hubiera tenido en Oslo. Los panegíricos de algunos invitados, tan aduladores, sustituyen al coro de vestales en el homenaje del emperador. Todo ad maiorem Dei gloriam, perdón, quería decir Trump, que no se nos ofenda el divino César, porque esta ceremonia, más parecía una apoteosis.
Ahora queda la reconstrucción de Gaza, un gran negocio inmobiliario. Para eso también sirve toda esta parafernalia, porque el Gran Jefe va a ponerse las botas. Y la UE sigue sin ver todas las señales de humo.
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