Opinión | Pan para hoy
Se acabaron los toros
Hay palabras imperecederas por su fuerza: Talavera, 1920, el toro Bailador, «burriciego de la especie de los que ven de lejos, pero no de cerca», acabó rebañando la vida del rey de los toreros, Joselito, de tan solo veinticinco años. Rafael Guerra, Guerrita, segundo califa del toreo, envía un telegrama a su hermano Rafael el Gallo tras enterarse del trágico suceso: «Impresionadísimo y con verdadero sentimiento te envío mi más sentido pésame. Se acabaron los toros. Guerrita».
La tarde en que José Antonio Morante Camacho decidió anunciar la muerte de La Fiesta descubrimos el frío. Tras arrollarle el toro con el capote, permaneció tendido todo lo que dura el instante más largo del mundo. ¿Qué pensaste entonces, José Antonio? ¿Acaso en los versos de San Juan de la Cruz: «Tras de un amoroso lance / y no de esperanza falto / volé tan alto tan alto / que le di a la caza alcance»? ¿Acaso ahí decidiste que habías llegado a Ítaca? Recuperó su cuerpo y emergió del bautismo de arena para dictar testamento. Borracho de emociones, lloraba mientras se esforzaba por no perder el equilibrio.
Solo Dios sabía entonces qué significaban esas lágrimas; solo el Genio intuía lo que podían significar. Quizá a Ulises le volvieron a torturar las sirenas que le atormentan en la dolorosa noche de su enfermedad psíquica. Quizá, y solo quizá, Morante lloraba por nosotros, que nos quedábamos huérfanos de él —«Se acabaron los toros»—.
Apenas repuesto, tomó la muleta dispuesto a hacerse el alma girones por última vez. Sin billete de vuelta, se embarcó al pitón contrario, con la voz del incierto toro amenazándole en cada embestida. De él oiría lo mismo que el Ricardo III de Shakespeare: «¡Mañana en la batalla piensa en mí y deja caer tu fláccida espada! ¡Desespera y muere!». Pero nuestro rey, más Ulises que Ricardo, no podía ser derrotado. Con un ciego y oscuro salto, cuajó al toro por el pitón derecho, esculpió el toreo en redondo más sentido de la historia. El animal le tomó el pulso con el cuerno sobre la cadera, pero ya nada podría parar la fuerza de un río crecido por la lluvia de lagrimas.
En la bardomera bajaba su poderoso abatimiento, tan alto tan alto, que no podía mejorarse. Solo Ulises sabe tensar su arco, solo él sabía lo que pasaría después de la vuelta al ruedo. De sorpresa, con la elegancia sin alharacas del hombre honesto, Morante, tan alto, tan alto, añadía un eslabón a la cadena dorada de La Fiesta y nos arrancaba el alma mientras se cortaba la coleta—«Se acabaron los toros»—.
Adiós, José Antonio, goza en Ítaca de aquello por lo que luchaste: tengo que empezar a imaginarme la vida sin ti.
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