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Opinión | CAFÉ CON MOKA

Quedarse en casa

Reconozco, aunque no resulte nada popular, que cada vez me interesa y me apetece más quedarme en casa. Quizás tenga algo que ver con la edad y con que nos queda poco nuevo por hacer que no se haya hecho ya. Quizás, también, influya una rutina diaria extenuante con dos niños pequeños. Y, posiblemente, la placidez de un espacio propio y cuidado también concurra. Pero de lo que no tengo la menor duda es de que la delirante realidad que impera ahí afuera es determinante y crucial en este encierro.

Ruido. Tanto, tanto ruido, que cantaría Sabina. Gentes vociferando e insultando. Matones de palabra. Chulos faltones que se creen élite. Humanos con discursos completamente deshumanizados y deshumanizadores. El bombardeo constante de mensajes malsanos y nocivos. Discursos tóxicos y argumentos dañinos, feroces y sanguinarios. Recuerdos y evocaciones insistentes y dolorosas que me convencen y reafirman en no querer forma parte de todo este desorden, bullicio y desconcierto.

Habrá quien piense que soy una inapetente, asocial o, en el mejor de los casos, una mujer solitaria. ¡Nada más lejos de la realidad! Se trata tan sólo de que, como a muchos os ocurrirá, ha llegado un momento en el que me he construido y reforzado tanto que he dejado de temer a la soledad y al silencio y he empezado desconfiar y rehuir todo aquello que sé que me hace daño. No es ilusorio ni inocente, es autodefensa y amor propio. No es una consecuencia de nada, es una elección propia.

Quedarse en casa no es por tanto para mí una fuga o una huida cobarde; es un escondite del exceso, de la desproporción, del feísmo, de la brutalidad, de la vulgaridad y de lo monstruoso e inhumano. Es buscar un lugar seguro.

Recuerdo ahora, paradójicamente, la ansiedad y la angustia del confinamiento obligatorio de hace unos años –con motivo de la pandemia de covid-. Cómo las cuatro paredes de aquel apartamento con una sola ventana me asfixiaban. Recluida con un bebé de seis meses y lejos de cualquiera de nuestros familiares. Es verdad que las circunstancias son muy distintas, pero me asombra como un mismo concepto puede tener tan diversas y antagónicas connotaciones.

Así, ahora valoro la serenidad y el sosiego de un salón en orden y en calma, de un sillón con café y manta, de unos fogones trabajando e impregnando de olor toda la estancia; mientras mis pequeños corren, gritan y alborotan cada rincón de nuestra casa. No es una casa perfecta. No es la perfección lo que me place y me agrada, es la convicción de haber construido espacios amables que habitar, un refugio físico para el alma.

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