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Opinión | BOULEVARD FLANDRIN

Las pensiones no se jubilan

Antonia no mira el precio de las cosas: lo escucha. El pitido del lector cuando pasa el pan, el murmullo del cajero al anunciar el total. Vive con una pensión que apenas supera los mil euros y con la obstinación de seguir midiendo la vida en pequeños gestos de resistencia. Setenta y ocho años. Una biografía que cabría entera en una lista de la compra: pan, acelgas, dos manzanas y una dignidad que no admite descuento.  «He trabajado toda la vida —dice—, pero casi nada cuenta». Lo dice sin rabia, como quien enuncia un axioma: en este país, trabajar no siempre equivale a ser reconocido.

Cada país tiene su forma de agradecer. En España, el agradecimiento suele escribirse sobre las espaldas de las mujeres. Según el estudio «Análisis de la brecha de género en las pensiones», elaborado por EgaleCo Lab para el Instituto de las Mujeres ‘dependiente’ del Ministerio de Igualdad, ellas cobran un 31,8% menos que los hombres. En la Región de Murcia, la diferencia roza el 30,7%. No son cifras: son la respiración de una estructura que aprendió a recompensar lo productivo y a delegar lo esencial.

El sistema contributivo español nació de una ficción obstinada: la del trabajador continuo, sin interrupciones, sin cuidados que atender. Esa idea contable se convirtió en dogma. Lo productivo fue virtud; lo doméstico, deuda. Y el país prosperó sobre un tiempo que no cotizaba: el de las mujeres, medido en madrugones, en paciencia, en horas que nunca fueron de nadie. La Transición se construyó así: sobre un suelo de cuidados invisibles y de silencios civilizados. Y quién habla de ello.

Durante décadas, ‘conciliación’ fue una palabra amable para un sacrificio cotidiano. Lo que se llamó elección fue deber; lo que se presentó como amor, trabajo gratuito. La democracia siguió avanzando con dos relojes: el de quienes vendían su tiempo y el de quienes lo regalaban.

El 92 % de las mujeres reconoce que los cuidados condicionaron su vida laboral. No es una estadística: es un retrato moral del país. Lo que el Estado no quiso asumir como tarea pública lo depositó en los hombros de las mujeres, convertidos en el pilar emocional y económico de lo común.

Las pensiones son la rendición de cuentas de esa historia. No se trata de reformar un cálculo, sino de revisar una conciencia. Preguntarnos si queremos un Estado que pague lo que produce o que reconozca también lo que sostiene.

Al caer la tarde, Antonia vuelve a casa con su compra modesta. En la radio discuten sobre sostenibilidad. Ella sonríe. Sabe que no hay economía sin gratitud, ni progreso que valga si olvida a quien lo sostuvo. Tal vez ese sea el verdadero cálculo pendiente del país: aprender que lo invisible no es ausencia, sino cimiento; que si las mujeres bajaran las manos, no se hundirían las cifras, se caería el cielo.

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