Opinión | Dulce jueves
Entre la calma y el ruido

Leonardo Dicaprio en 'Una batalla tras otra', de Phaul Thomas Anderson / Warner Bros
La mañana del sábado estaba en la playa. Estaba casi vacía, apenas un puñado de extranjeros jubilados. El sol había perdido la fuerza del verano y, oculto detrás de las nubes, iluminaba el mar con una luz difusa. Las olas parecían haber recuperado su bello dominio hecho de monotonía y resistencia. El mundo había enmudecido. Costaba encontrar algo que oponer a la calma. Por la noche fuimos al cine de Águilas. Después de un paseo por la bahía, un velero con el mástil apuntando a la luna, el cielo rojo detrás del castillo y a lo largo de la silueta de las colinas; entramos en la sala a ver Una batalla tras otra. Tres horas de delirante frenesí, de ruido y furia. El mundo había estallado.
De vuelta a casa me preguntaba dónde estaba la realidad. ¿Cuál era la verdad? ¿El ruido o la calma? ¿Las dos? ¿Qué está más cerca de la verdad: el cielo en ascuas sobre un mar en calma o el caos violento y la destrucción total de almas y cuerpos? ¿Somos locos furiosos en un planeta de belleza infinita y neutral? ¿Es la incongruencia del odio en medio del esplendor lo que nos define como seres humanos de esta época y de todas las épocas? ¿Qué debemos hacer: cantar a la felicidad de la tierra o gritar por el sinsentido de todo lo que se ha construido a lo largo de los siglos? ¿Qué es más urgente? ¿De qué sirve la celebración, de qué la denuncia? La única respuesta que encontraba es que quizá es ya demasiado tarde incluso para plantearse estas dudas. Quizá hemos entrado en una tercera fase: ya no hacemos ni una cosa ni otra, ni el canto ni la rebeldía. El estado de degeneración es tal que ya solo queda el grito, el gruñido, la agonía.
Creo que eso es lo que hace la película de Paul Thomas Anderson. Como si se avergonzara de su vocación de denuncia, esconde tanto el mensaje tras una capa de acción trepidante que desactiva su poder, de tal forma que lo mejor y lo peor que se puede decir de ella es que es entretenida. El tema se convierte en decorado. Y sobre él una descripción de un mundo de revolucionarios mermados por las drogas, monjas cultivadoras de marihuana, conspiraciones y sociedades secretas, un ejército todopoderoso en manos de coroneles lunáticos, paramilitares antimigración... Una distopía violenta y nihilista que describe de forma implacable y asfixiante nuestro mundo fracturado dejando apenas espacio a la luz. Su director niega que sea una historia más sobre lo mal que lo estamos pasando y asegura que esconde un mensaje de esperanza. Pero el hecho de que el grito de rebeldía se ahogue en el humor y el disparate lo vuelve todo mucho más confuso. El cine político también ha muerto.
Como el personaje interpretado por Leonardo DiCaprio, nos hemos convertido todos en seres aislados, desconfiados, algo paranoicos, torpes y sentimentales, que, indefensos en un mundo hostil y destructivo, nos vemos obligados a enfrentarnos a situaciones que requieren una fuerza, una imaginación y una valentía que ya no tenemos. Como él, no hemos hecho nada malo, si exceptuamos el error de no haber estado atentos, de dar la espalda a la realidad, de no detectar las amenazas, de olvidar las cosas en las que creíamos.
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