Opinión | Avatares on/off
La IA: Cerebro 1 – Mente 0 (by the moment)

La Inteligencia Artificial (IA) amplía su horizonte y crece a un ritmo vertiginoso.
En los próximos años, la inteligencia artificial se va a integrar en prácticamente todas las empresas, negocios y sectores. No se trata de ciencia ficción ni de algo que ocurrirá dentro de décadas. Está ocurriendo ya. Y, como sucede con toda revolución tecnológica, al principio parece un cambio invisible, pequeño, incluso anecdótico… Hasta que, de pronto, cambia por completo la forma en la que vivimos y trabajamos.
Los empresarios y responsables de negocio empezarán —si no lo han hecho ya— a descubrir que tareas que antes se hacían a mano pueden ahora automatizarse, y que trabajos que antes ocupaban ocho horas pueden resolverse en quince minutos gracias a herramientas de IA. Un informe de McKinsey de 2023 señalaba que cerca del 60 % de las tareas de un trabajador medio podrían verse afectadas (automatizadas o asistidas) por tecnologías de IA generativa. Si esto no es una revolución, ¿qué lo es?
No sé si estaremos ante un cambio tan grande como el que supuso en su momento la imprenta, la máquina de vapor, la locomotora, la informática o los smartphones. Pero, sin duda alguna, estamos entrando en una nueva era que volverá a transformar nuestra forma de trabajar y de vivir.
Lo que asusta y lo que libera
Como todo gran cambio, la IA genera miedo. Es normal. Lo desconocido siempre asusta. Y cuando además se intuye que puede poner patas arriba industrias enteras, disparar la productividad, hacer desaparecer empleos y crear otros nuevos… el vértigo es doble. Pero intentar frenar este avance sería como querer ponerle puertas al mar. Ya está aquí. Y va a quedarse.
Ahora bien, ¿nos hará mejores o peores? Como siempre, dependerá del uso que le demos. La bondad o la maldad no están en las herramientas, sino en lo que las personas hacemos con ellas. Con un buen uso, la IA puede potenciarnos, ayudarnos a tomar mejores decisiones, liberarnos tiempo y enriquecer nuestro trabajo. Con un mal uso, puede idiotizarnos, fomentar la dependencia, aumentar la desinformación o incluso destruir confianza y credibilidad.
Un caso llamativo fue el de un abogado estadounidense que presentó una demanda basada íntegramente en un texto redactado por ChatGPT. No solo no contrastó la información, sino que ni siquiera la leyó con atención. Resultado: perdió el caso, fue sancionado y el tribunal descubrió que los precedentes legales citados… ¡ni siquiera existían! Una ficción jurídica inventada por la IA y validada a ciegas por un profesional. El problema no era la herramienta, sino la irresponsabilidad de quien la usó.
Podríamos añadir más ejemplos: ciberdelincuentes que usan IA para perfeccionar timos y estafas online, campañas de desinformación creadas con avatares sintéticos o la proliferación de contenidos falsos que imitan la voz o la imagen de una persona. Todo eso también es parte del presente. El bien y el mal siempre han existido. Y seguirán existiendo. La diferencia está en nuestra capacidad de discernimiento.
Un cambio profundo en cómo trabajamos
Lo interesante es que esta revolución no solo impactará en la productividad de las empresas, sino en nuestra manera de organizarnos, de pensar y de tomar decisiones. Veremos cómo desaparecen profesiones que ya no tienen sentido en un entorno automatizado, mientras surgen otras nuevas que ni siquiera tienen nombre. Los expertos coinciden: la clave no será competir contra la IA, sino aprender a trabajar con ella.
¿Qué tiene de distinto esta revolución?
Si lo pensamos bien, todas las revoluciones industriales han tenido un mismo motor: el incremento de la productividad. La imprenta permitió copiar libros miles de veces más rápido que un monje copista. La máquina de vapor multiplicó la producción textil. El ordenador automatizó tareas de cálculo, escritura o archivo. La historia del progreso humano podría resumirse como una búsqueda constante de hacer más, en menos tiempo y con menos recursos.
Lo novedoso es que, por primera vez, la máquina ya no solo ejecuta tareas físicas o rutinarias: ahora razona, redacta, propone, conversa, crea imágenes, traduce emociones, simula decisiones. No sustituye solo las manos, sino también ciertos aspectos del pensamiento. Y eso no había pasado nunca.
La inteligencia artificial irrumpe en el terreno simbólico, en el lenguaje, en la estrategia, en la creación. No solo hace cosas: colabora con nosotros en tareas que dábamos por exclusivamente humanas. Y en ese matiz es donde se esconde la verdadera revolución.
Pero, por mucho que la inteligencia artificial imite el lenguaje, el razonamiento o incluso la creatividad, no tiene mente. No siente, no duda, no desea. No sabe que existe. Su «inteligencia» es estadística, no consciente. Puede ayudarnos a pensar, pero no puede pensar por nosotros. El verdadero valor humano sigue estando en lo que no se puede programar: la intuición, la ética, la emoción y la conciencia. Y eso —al menos por ahora— sigue siendo territorio exclusivamente humano.
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