Opinión | La Feliz Gobernación

Felipe, capullo

Pedro Sánchez es una calamidad, una anomalía visible, pero quienes así lo manifiestan desde el foro político deben disponer al menos de una cierta legitimidad de ejercicio

Ilustración de Pablo García.

Ilustración de Pablo García.

Es difícil no estar de acuerdo con lo que dice Felipe González sobre el Gobierno de Pedro Sánchez. Salvo porque lo dice Felipe González. Y no porque no deba desmarcarse de tal manera un militante distinguido del PSOE, tan distinguido que fue presidente del Gobierno. Según las reglas de la partitocracia debiera atender a la disciplina (incluso en el periodo en que no hay un secretario de Organización con el deber de aplicarla por sede vacante tras que los dos últimos estén a pique de presidio), tal como en su etapa de poder exigió a dirigentes y militantes bajo su liderazgo. El que se mueve no sale en la foto, y tal.

Pero no es por asuntos de régimen interno del PSOE por lo que Felipe González debiera contener sus críticas, sino porque en su boca son improcedentes. Si hay un periodo de corrupción continuada que incluye el terrorismo de Estado a la par que las concesiones al nacionalismo excluyente es la suya. Desde el mismo inicio de su gestión blanqueó la corrupción de Jordi Pujol en Banca Catalana (hay un par de libros que lo detallan con todo rigor) y todavía hoy lo defiende tras las evidencias del 3% y las cuentas andorranas por las mismas razones que esgrime Sánchez respecto a los herederos políticos de aquél: la sacrosanta ‘razón de Estado’, que no es más que el interés de quien en cada momento gobierna.

La generación a que pertenezco adora (o adoraba) a Felipe González, pues es el político que más transformaciones sociales ha impulsado, abriendo campo para que completaran su obra quienes vinieran después. Esto no se lo va a quitar nadie, por mucho que algunos pretendan deslucir a toro pasado la Transición y lo que vino a partir del triunfo socialista en el 82. Debieran haber estado allí para disfrutar de aquello, pero no habían nacido o andaban con el chupete. Ahora bien, el original («Felipe, capullo, queremos un hijo tuyo») se torró en su último tramo, como suele ocurrir a los políticos que se acaban creyendo providenciales.

González, el Bautista

Hoy ocurre lo mismo. Los socialistas incondicionales no quieren ver la deriva de Sánchez, como los partidarios de González, en su momento, obviaron toda la cochambre por entender que la política general del Gobierno lo justificaba todo. Algunos simpatizantes veteranos mantienen hoy ese criterio: defienden a Sánchez con la misma vehemencia con que en su día defendían a González, aunque ahora lo hagan contra González. Mantienen el mismo chip: el partido como unidad de destino, descontando a los que han sido pillados con las manos en la masa, sin apreciar responsabilidades en el correspondiente líder, para quien antes y después la militancia es la tropa que entona el ‘señor, sí señor’, pues se supone que hay una misión superior sobre las ‘anécdotas’ de la corrupción y los abusos de poder.

Felipe fue, en los aspectos que ahora critica, el Juan Bautista de Sánchez, pasando por el otro profeta, Zapatero, y no digamos Alfonso Guerra, presidente durante años de la Comisión Constitucional del Congreso sin que durante ese periodo se le conociera reparo alguno a los avances nacionalistas que después desembocaron en el ilegal referéndum de autodeterminación.

Nadie desconocía cómo concluiría ese proceso de conquistas paulatinas de los partidos catalanes, y menos Felipe González, que las fue alentando forzado por sus conveniencias parlamentarias, como ahora las de Sánchez. Si alguna diferencia hay es que éste se ha encontrado en una situación terminal como consecuencia de un itinerario iniciado por Felipe y de ningún modo esquivado por Aznar, otro protestón sin causa si atendemos al conjunto de concesiones singulares que se produjo durante su gestión.

Sánchez, encantado

Volvemos al principio. Lo que dice González es muy compartible, salvo porque lo dice él, que incurrió durante su gestión en todo lo que critica más en el terrorismo de Estado, pues no se conoce otro Señor X identificable. Solo ha faltado que toda una cohorte de exministros y altos cargos de su etapa salgan a exigir la reposición de la moral en la vida pública, entre ellos Barrionuevo y Vera, secuestradores de Segundo Marey, financiadores de Amedo y Domínguez, encubridores del general Galindo y de la aplicación de la cal viva a los cadáveres torturados de Lasa y Zabala, y otras gravísimas tropelías de las que unos y otros fueron indultados por González tras que guardaran un discreto silencio acerca de la autoridad de la que procedían las órdenes o su orientación.

Sánchez es una calamidad, una anomalía visible, pero quienes lo manifiestan desde el foro político deben disponer al menos de una cierta legitimidad de ejercicio. El presidente del Gobierno ha de estar encantado de que sus críticos sean el PP, que acumula un catálogo interminable de casos de corrupción, y la tropa de Felipe González, con él y Guerra al frente, que en muchos aspectos fueron tal para cual respecto al líder actual del PSOE.

Esto no significa que González deje de tener razón en sus críticas a Sánchez, y menos que haya que revisar una gestión, en su día, que en líneas generales sigue siendo reivindicable en determinadas áreas (como ocurre también con la de Sánchez), pero lo peor que hace Felipe es salir a recordar que hubo un tiempo en que el PSOE, como ahora, se perdió por el camino. Felipe, capullo, tío.

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