Opinión | El retrovisor

Escoltas

Todo este ingente movimiento de fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado hace inevitable mi comparación con otros días del siglo XX, cuando el almirante Luis Carrero Blanco, presidente del Gobierno, se desplazaba hasta la oriolana Dehesa de Campoamor

El almirante Carrero Blanco con don Bartolomé Bernal Gallego visitando el reformado Santuario de la Fuensanta. 1965.

El almirante Carrero Blanco con don Bartolomé Bernal Gallego visitando el reformado Santuario de la Fuensanta. 1965. / Archivo TLM

La guardia pretoriana fue en la antigüedad una unidad de élite encargada de proteger y dar escolta a los emperadores romanos. Acompañaban constantemente al emperador en Roma o durante sus campañas militares. La guardia fue fundada por el emperador Augusto en el 27 a.C., y estaba compuesta por nueve cohortes. Se estima que en la primera mitad del siglo II d.C. contaba con mil efectivos por cohorte, que gozaban de ciertos privilegios sobre el resto del ejército. Eran jóvenes altos, fornidos y procedentes de provincias. Los pretorianos se sublevaron en ocasiones frente al poder establecido, derrocando o poniendo emperadores.

En tiempos más recientes, Adolf Hitler contó con la División Leibstandarte SS, que llevaba su nombre y, a semejanza de los pretorianos romanos, era una guardia personal armada para proteger al führer. Fue una unidad de élite que intervino en importantes campañas durante la Segunda Guerra Mundial. Igualmente, contaba con guardaespaldas como Rochus Misch, al igual que Otto Skorzeny, afincado éste en España tras el fin de la guerra mundial.

Francisco Franco contó hasta 1958 con la Guardia Mora, de vistosos uniformes y con secciones de caballería. Fue una unidad militar proveniente del protectorado de Marruecos que formaron parte de los Regulares integrados en el Ejército español, igualmente de élite como las anteriores, que ejerció las funciones de guardia personal del jefe del Estado. La Guardia Mora estaba acuartelada en el Pardo, siendo sustituida por otras unidades tras la independencia de Marruecos.

La Guardia Real tiene como misión la protección de nuestros reyes y los vemos dando escolta a caballo o a pie en actos públicos de los monarcas.

Pedro Sánchez, presidente del Gobierno de España, no es jefe del Estado, pero moviliza medio Ejército para sus desplazamientos y actos públicos, en los que se cierran calles y manzanas urbanas completas debido a la crispación que suscita su presencia en grandes sectores de la población. ‘El galgo de Paiporta’, como lo denominó hace breves fechas la prensa británica, tras su visita a Valencia con motivo de las inundaciones; cuando fue abucheado y agredido con una escoba por un indignado vecino.

Todo este ingente movimiento de fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado hace inevitable mi comparación con otros días del siglo XX, cuando el almirante Luis Carrero Blanco, presidente del Gobierno, se desplazaba hasta la oriolana Dehesa de Campoamor. Lo hacía algunos fines de semana a lo largo de todo el año, excepto en verano. Fui vecino de Carrero; el almirante ocupaba un cuarto piso, mi familia un quinto y en la sexta planta se encontraba el apartamento que la urbanizadora obsequió a doña Carmen Polo de Franco. Nunca me hice a la idea del peligro que pude correr, si bien es verdad que la Señora de Meirás nunca habitó aquella vivienda; no así su nieta Merry, tras su separación de Jimmy Giménez-Arnau, y del marqués de Villaverde en fechas próximas a su muerte.

El almirante Carrero solía salir a pintar paisajes por la zona; cuadros que, en la mayoría de los casos, regalaba a Carmen, portera de la finca. Las estancias, paseos y salidas por Campoamor no podían ser más discretas. El edificio cuenta con dos fachadas, una a levante y otra a poniente. Carmen, por precaución, cerraba entonces con llave la acristalada puerta de poniente y dejaba abierta la de levante. Teniendo el que fuera vicepresidente, y más tarde presidente del Gobierno de España, por aquellos días una escolta que se resumía a una pareja de la Guardia Civil, tocados de tricornio, abrigados con sendos capotes y subidos a una motocicleta Sanglas 400 con sidecar; iban armados con un naranjero y sus respectivas armas cortas. «Buenas noches, vecino», me decía don Luis al coincidir con él en el ascensor. «Que usted descanse mi almirante», le respondía.

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