Opinión | TRIBUNA LIBRE

Maricas buenas, malas y peores

Las maricas peores, hoy, son aquellas que, desde su estatus de poder, se dedican a traicionar a las maricas malas, las que siguen en la lucha por los derechos, ayudadas con el silencio de las maricas buena

Pancarta alusiva a la lucha LGTBI

Pancarta alusiva a la lucha LGTBI / L.O.

Christo Casas, en su ensayo Maricas malas, señala el debate en el que se enzarzó el colectivo LGTBIQ+ a finales de los ochenta: o luchar por la asimilación, con la consecución gradual de objetivos, o luchar por un cambio social más profundo que pasaba, por ejemplo, por la abolición de la familia como elemento de opresión, ya que muchos activistas provenían de la izquierda. Al final, la postura que triunfó fue una tercera: matrimonio sí o sí, sin objetivos graduales intermedios. El resumen que les hago es bastante escueto, y quizás erróneo por la síntesis, pero sí quedó claro, al final, que la normalización alcanzó a aquellas personas LGTBIQ+ más asimilables por el sistema. Asimilación que, a su vez, implicó más visibilidad. ¿Cuáles? Pues a las que no les quedaba mal una casa, una familia; a las que se les podía dar una tolerancia más fácilmente y podían aspirar a una vida normal, si eso existe. Todo eso tan de los ‘dosmil’ como la melena de Jennifer Aniston, el brilli-brilli, los vaqueros de talle bajo y los estampados imposibles.

En esa lucha, el colectivo LGTBIQ+ puso el cuerpo, la voluntad y las ganas. En esa lucha, muchos sufrieron insultos, amenazas o agresiones. Parece que exagero un poco, pero es que la memoria es corta, sobre todo para algunas maricas. Matanzo, concejal del distrito Centro con Álvarez del Manzano, intentó cerrar Cogam, el colectivo LGTBIQ+ de Madrid. Aznar propuso una ley de uniones civiles que era un totum revolutum, a medio camino entre una cohabitación y una comunidad de vecinos y con cero derechos. En el debate sobre el matrimonio igualitario, el PP llevó a Aquilino Polaino para que en sede parlamentaria dijera que los gays eran personas trastornadas y la homosexualidad una patología. Al final, veinte años después, ninguno de los augurios sobre la destrucción de la familia nuclear —irónicamente, una de las posturas de aquella izquierda LGTBIQ+— se ha producido. Más bien al contrario: una parte de esa población que se consideraba en los márgenes se ha visto asimilada, ha alcanzado un estatus que algunos y algunas creen definitivo y que otros y otras pensamos que todavía no lo es tanto, y podemos volver para atrás.

Todo eso tan de los ‘dosmil’ como la melena de Jennifer Aniston, el brilli-brilli, los vaqueros de talle bajo y los estampados imposibles

Así, las maricas malas de las que habla Christo Casas en su ensayo son precisamente las que se quedaron fuera de ese estatus, por voluntad propia o porque no eran asimilables en absoluto. Tan de los ‘dosmil’ como era Jennifer Aniston era Chueca, y ese espacio de libertad también lo era de encasillamiento: un patio de juegos que siguió invisibilizando a esas maricas malas. Entiéndase: a las racializadas, a las discapacitadas, a las no binarias, a las proletarias, a las migrantes, a las mayores. En el dos mil estalló el Orgullo en Madrid y, como ley de la naturaleza, empezó también a morirse un poco. Y en 2003, con la consecución del matrimonio igualitario, parecía —nos parecía— que el futuro era rosa y que no había marcha atrás. Veinte años después, sabemos que sí la hay. Orbán acaba de constitucionalizar el sueño húmedo de Ana Botella, exalcaldesa de Madrid: la prohibición del Orgullo. El derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo en Estados Unidos está a una sentencia del Tribunal Supremo de eliminarse, como ya sucedió con el aborto. Y eso sin entrar en la clara persecución a las personas trans en EE.UU. y Reino Unido.

Las maricas malas, entonces, somos las maricas incómodas, las que no nos callamos ni debajo del agua, también las que se expresan fuera del género o del canon. En suma, las voces disidentes que siguen en la lucha para poder cimentar con más derechos el estatus de las maricas buenas, muchas de las cuales se apartaron de la lucha porque ya habían conseguido lo que querían. ¿Y las maricas peores? Esta categoría me la acabo de inventar, pero me sirven tres ejemplos para perfilar una idea. El primero es Ernst Röhm, que fue jefe de los camisas pardas del partido nazi hasta que se lo cargaron los propios nazis en la Noche de los Cuchillos Largos. Röhm marcaba su perfil abiertamente homosexual, pero nada afeminado, viril, masc 4 masc, frente a ese espacio frágil de libertad que supuso la República de Weimar. Sus camisas pardas, nada más llegar el partido nazi al poder, quemaron la biblioteca de Magnus Hirschfeld, activista pionero LGTBIQ+. No le sirvió de nada.

Para el segundo ejemplo: ¿Se acuerdan del recurso de inconstitucionalidad del PP a la ley del matrimonio igualitario? Mientras ese recurso estaba en el Constitucional, Javier Maroto, alto cargo del PP, celebraba un superbodorrio con asistencia de Mariano Rajoy. De postre sirvieron sorbete sin vergüenza, porque si no, no lo entiendo. El tercer ejemplo lo tenemos en el concejal de Vox de Jumilla, Juan Agus Carrillo, abiertamente gay, abiertamente casado, abiertamente disfrutando de los derechos que las personas LGTBIQ+ han conseguido también para él, y abiertamente obstaculizando el Orgullo LGTBIQ+ en Jumilla, con la anuencia del Ayuntamiento gobernado por el PP.

Las maricas peores, hoy, son aquellas que, desde su estatus de poder, se dedican a traicionar a las maricas malas, las que siguen en la lucha por los derechos, ayudadas con el silencio de las maricas buenas, creyendo ellas —las buenas y las peores— que van a evitar esos cuchillos largos que amenazan a las personas LGTBIQ+ en España y en Europa. Y qué equivocadas van a estar si eso sucede. Pero en el infierno no va a servir que nos den, a las maricas malas, la razón.

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