Opinión | Dulce jueves

@enriquearroyas

Diplomacia de cómic

Trump habla de paz, pero apenas puede disimular su fascinación con la tecnología militar

El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump.

El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump. / EFE

«Israel, no lances esas bombas. Si lo haces, será una grave violación. Traed a los pilotos de vuelta a casa ya. Tengo que calmar a Israel ahora mismo». En tiempos de confusión, los símbolos también pierden sentido. No importa que haya puesto el mundo patas arriba, que su retórica de superhéroes haya sembrado el caos allá por donde ha pasado: Donald Trump se ve a sí mismo como un pacificador y quiere que la historia lo recuerde así. Ahora, con una nueva nominación al Premio Nobel de la Paz impulsada por un congresista republicano, su deseo de ser reconocido como un constructor de la paz es un ejemplo más de un mundo donde lo absurdo se ha vuelto normal.

Trump actúa como un apostador movido por una necesidad constante de atención, más interesado en el impacto inmediato que en las consecuencias. Lo que realmente construye no es paz, sino inestabilidad. Sin embargo, ha sido propuesto para el premio por su intervención para lograr un alto el fuego entre Israel e Irán. Pero, ¿se puede llamar paz a lo logrado en Oriente Medio? ¿Es un acuerdo real o una pausa en el conflicto, una tregua apenas sostenida por intereses cruzados? Su diplomacia de cómic no va más allá de gestos grandilocuentes sin sustancia. Sus intervenciones reducen la complejidad de los conflictos a frases llamativas más propias de un tebeo de Marvel que de una negociación diplomática. Su estilo teatral busca el impacto inmediato, pero rara vez deja soluciones duraderas. En las últimas semanas, Israel e Irán intercambiaron ataques aéreos, cibernéticos y misiles en lo que Trump llamó «la guerra de los 12 días». En medio del caos, Trump se presentaba como único interlocutor capaz de evitar una escalada nuclear, pero no se sabe si hay una estrategia coherente detrás de todo lo que hace.

Trump habla de paz, pero apenas puede disimular su fascinación con la tecnología militar. Presume de hacer las paces en guerras que él mismo atiza. Su idea de la paz es tan superficial como su diplomacia de cómic: primero ordena los ataques y luego, en un giro teatral, se presenta como pacificador. No importa la realidad de los hechos, sino su relato, su propio guion de tebeo: sus gestos grandilocuentes y frases de impacto simplifican el conflicto, pero no resuelven el problema de fondo; la paz que proclama es solo una mutua desconfianza en un estado de guerra perpetuo. Detrás de su propaganda, lo que queda no es la paz, sino la multiplicación de focos de tensión.

Vivimos en una era en la que lo simbólico ha sido secuestrado por el marketing. La paz ya no es una construcción paciente de puentes, sino una proclamación estúpida ante las cámaras. No importan los hechos, sino el relato que se hace de ellos. Eso explica que pueda identificarse a Trump con los valores que quiso promover el filántropo Alfred Nobel: la búsqueda de la paz, la prevención de la guerra y el avance de la armonía internacional. Más allá de consignas y likes, tenemos guerras que se eternizan con instituciones internacionales paralizadas y una opinión pública distraída en medio de un desorden generalizado. Que Trump se proclame merecedor del Nobel revela hasta qué punto hemos normalizado el absurdo. El mundo ya no se indigna: lo toma como un meme más y pasa de pantalla hacia la próxima noticia.

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