Opinión | Café con moka
Un lugar seguro
Los campos de refugiados son para muchos oprimidos sinónimo de vida y esperanza; una huida, pero, al menos, una huida hacia delante cuando no se puede hacer otra cosa más que correr

Niños sirios en un campamento para refugiados en Bhannine, en el norte del Líbano, en una imagen de archivo. / EFE/Noemí Jabois
Desde hace algún tiempo, las imágenes de campos de refugiados se han convertido, desgraciadamente, en algo cotidiano en informativos y periódicos. A diario, medios de comunicación y organizaciones de ayuda hacen llegar a nuestras casas y a nuestras realidades la extrema crudeza e inclemencia de estos accidentales e improvisados hogares que acogen y amparan a millones de personas en todo el mundo que huyen de la violencia, la guerra y los abusos.
Se estima, según datos oficiales, que hay más de 120 millones de desplazados en todo el mundo que se han visto obligados a abandonar sus países de origen, de los que sólo 40 millones han sido reconocidos como refugiados.
Ayer mismo conmemorábamos el ‘Día Mundial del Refugiado’, que se celebra cada 20 de junio desde 2001, año en el que se cumplía el 50 aniversario de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951, y no podía evitar preguntarme cómo debe ser la vida en un campo de refugiados.
Pues bien, la vida en un campo de refugiados no puede ser más que dura –durísima -, precaria y desafiante. Una existencia marcada por circunstancias extremas y la incertidumbre más absoluta. Los refugiados se enfrentan al hacinamiento, la escasez de agua potable y saneamiento y el racionamiento de alimentos más básicos mientras sobreviven a merced de las condiciones meteorológicas.
Con frío. Calor. Mojados. Sucios. Sin intimidad. Sin recursos. Dependiendo de ayuda externa. Sin ocupación. Sin oportunidades laborales. Sin educación (en muchos casos). Soportando el dolor de ver a tus hijos nacer y/o crecer en este escenario hostil y adverso, pues el 40% de estos desplazados son menores. Niños y niñas que en muchos casos no conocen o no recuerdan otra realidad más allá del propio campo.
Una realidad que, además, está lejos de ser transitoria ya que, según la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados, estos pueden pasar una media de 17 años en un campo de refugiados hasta regresar a su país u obtener permiso para establecerse en uno nuevo.
Sin embargo, aunque queda lejos de mi ánimo romantizar estos escenarios, los campos de refugiados son para muchos oprimidos sinónimo de vida y esperanza. Una huida, pero, al menos, una huida hacia delante cuando no se puede hacer otra cosa más que correr. Un espacio en el que garantizar un futuro. Un futuro incierto pero real. Su lugar seguro y, seguramente, su salvación.
Es por eso que es importante que, aprovechando este día, mandemos un mensaje a estos campos de refugiados. Un mensaje en forma de ayuda. Un mensaje que les recuerde que nos preocupamos por ellos. Un mensaje que les transmita, de algún modo, que no los hemos olvidado y que compartimos su fe en un futuro mejor.
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