Opinión | Noticias del Antropoceno
El que parte y reparte...
En un país cuyas instituciones adolecen de falta de transparencia y en que las grandes empresas se pasan la compliance por el arco del triunfo, la financiación de los partidos políticos es un agujero negro que da pie a que todos ellos (probablemente con la digna excepción de la izquierda radical) se apunten con entusiasmo a la financiación oculta por parte de los grandes contratistas del Estado, al que se añaden los promotores y constructores de ámbito local. Y no hablo de oídas. En los años ochenta tuve la oportunidad de gestionar un campaña electoral en Cartagena cuya factura se emitió a Ferrovial, que se pagó religiosamente por parte de su delegado en Murcia, en aquel momento Luis del Rivero. Fui acompañado al despacho del ejecutivo por el responsable de la campaña, que recogió una bolsa de basura con dinero contante y sonante (en realidad eran billetes, pero hacían un flu-flu muy agradable al oído).
Estados Unidos es un país donde las elecciones están completamente determinadas por el dinero que empresarios y particulares aportan a los candidatos. Pero las aportaciones son transparentes, así que no puede hablarse estrictamente de corrupción. En España los grandes partidos políticos no son viables con los fondos que aporta el Estado, así que tienen que recurrir a mordidas de fuentes variopintas para pagarse gastos extras como la reforma de sus sedes, y no miro a nadie. El problema con la financiación oculta de los partidos es que la gente de confianza que maneja el dinero suele pillar frecuentemente algún cacho (más o menos grande) para ellos. Es el tradicional dicho de «el que parte y reparte, se queda con la mejor parte».
Todos los partidos pueden caer en esa trampa aunque estoy de acuerdo en que los de izquierdas pillan menos que los de derechas, porque en esto también hay clases. De esa corrupción estructural deriva un juicio demoledor sobre la política por parte de los ciudadanos asqueados, algo que el sistema democrático no se merece. Porque las democracias liberales basan su solidez en la división de poderes y los mecanismos de control.
Muchos no funcionan en España (las empresas salen impunes de los casos de corrupción, por ejemplo) pero aquí afortunadamente tenemos a la UCO y un ingenuo ministro del Interior, Fernando Marlaska, cuya reputación maternal debe estar ahora en la boca de muchos militantes socialistas pillados con el carrito de los helados. n
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