Opinión | LE FUMOIR

Forsyth en la biblioteca de nuestra infancia

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Librería / HOSPITAL DE FUENLABRADA

En las bibliotecas, más o menos pobladas, más o menos exiguas, de la generación de mis padres, la que vivió la Transición en propias carnes, siempre había algún libro de la colección Espejo de España sobre los Franco -había curiosidad retroactiva por conocer los entresijos del régimen recientemente fenecido-, varios de Gironella y Martín Vigil, otros de Asimov y JJ Benítez -en plena fascinación por el fenómeno OVNI-, y, según si el hogar en cuestión era de derechas o de izquierdas, novelas de Vizcaíno Casas o de Vázquez Montalbán, y libros de historia de Ricardo de la Cierva o de Javier Tusell. Las dos Españas llegaban hasta el umbral del dormitorio, y ahí siguen. Entre toda esa literatura nacional, también se colaban algunos best-sellers de autores extranjeros. El fallecimiento hace unos días de Frederick Forsyth me retrotrajo a aquella librería a medida, pagada seguramente a plazos, donde recuerdo los lomos de aquellos libros que fueron mis primeras lecturas de adolescencia como si fuera la alineación de la selección española de 2010. Estoy viendo la contundente tipografía de “Chacal”, en letras blancas sobre fondo negro, los nervios en los dorsos de aquellos volúmenes, marcas de prestigio que indicaban que habían sido leídos con más avidez que los que no los tenían. En eso, Forsyth siempre ganaba a los demás. De año en año, por Reyes, aparecía uno nuevo -Odessa, El Cuarto Protocolo, El puño de Dios…-, y yo esperaba a que el libro en cuestión abandonara la mesilla de noche de mis padres para hacerlo mío. Así teje uno su afición a la lectura, una que empieza con el aburrimiento, sigue por la imitación de lo que hacen los que nos educan y acaba por establecerse como un hábito lleno de filias y fobias, manías que escapan al raciocinio, batallas perdidas de antemano contra literaturas espesas y amores definitivos a aquellas voces que le hablan a nuestro corazón, a aquellos autores que saben conectar con lo que somos o lo que queremos ser, que nos proyectan hacia el adulto al que aspiramos en convertirnos, desde sus propias carencias y neurosis, que es desde donde mejor se escribe. El leit-motiv de Forsyth al empezar su carrera literaria fue bastante común: la necesidad de dinero. Tras unos rifirrafes con la dirección de la BBC tras haber sido corresponsal y haber cubierto, entre otras, la crisis de Biafra, no le mantuvieron en su puesto. Escribió Chacal en 35 días, y tras tres rechazos por parte de sendas editoriales, consiguió firmar un contrato con Hutchinson por dos libros más que fueron, a la postre, Odessa y Los perros de la guerra. Chacal y su magnífica adaptación cinematográfica, dirigida por Fred Zinnemann -mi película favorita-, fueron un éxito absoluto. Nace, como casi todas las buenas novelas, de una circunstancia autobiográfica: Forsyth, que hablaba francés, fue enviado a Francia como primer trabajo, para cubrir un fallido intento de asesinato de la OAS contra De Gaulle en 1962. El mérito de su libro es que creamos en la posibilidad de que algo que nunca ocurrió -el magnicidio-, ocurriera, dándole suspense a la ucronía, y que el lector se ponga del lado del asesino a sueldo, y no de la víctima. Miente quien diga que quedó aliviado cuando el comisario Lebel acabó con Chacal en aquella chambre de bonne un agosto de canícula. La fascinación por las novelas de Forsyth me acompañó durante toda mi adolescencia. Cuando, ya adulto y metido en otras lecturas, retomé, un día de aburrimiento -siempre el aburrimiento-, uno de sus libros, no pude leer más de diez páginas. Su época en mí ya había pasado, y allí donde antes me aburrían Le Carré o Greene -por poner dos ejemplos de autores de novelas de espías-, ahora conectaba con su tribulación personal, los dilemas morales de los personajes tras los que se escondían, sus crisis de fe y su dañado niño interior. Forsyth había sido como una de esas novias que nos hacen creer muy felices cuando todavía somos adolescentes, pero que, cuando la volvemos a ver pasados los años, nos parece algo frívola y sin sustancia, porque así éramos nosotros entonces. Sabemos que no es su culpa, pues ella no ha cambiado, pero, entretanto, nosotros hemos perdido la inocencia, y el entusiasmo que nos invadía en aquellos días dichosos, en aquel verano de Rohmer, se ha convertido en ese desasosiego que parece marcar la vida adulta, en esa madurez mal entendida que nos hace pensar más de la cuenta y dejar las novelas de Forsyth de nuevo en la biblioteca de nuestros recuerdos, para buscar la inspiración en otras plumas y el amor en otras novias. Quizá, como dijo Sabina, a los libros en los que hemos sido felices nunca más se ha de volver. O sí, quién sabe

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