Opinión | El Castillete
Las lecciones de la educación pública asturiana
Entre las derechas trumpianas y el gobierno, la sociedad se cae a pedazos, con unos servicios públicos que se degradan, un trabajo que se precariza y un Estado que se rearma para la guerra

Adrián Barbón, presidente del Principado de Asturias. / EFE
Como murciano residente en Asturias la mayor parte del año, me sorprendió vivamente la contundencia de la movilización del profesorado no universitario exigiendo la dignificación de la educación pública del Principado. El origen de esa respuesta masiva, que concitó un amplio apoyo social, fue la indignación de la comunidad educativa por décadas de abandono del sector por parte de la Administración autonómica. En mi cabeza progresista, conectada emocionalmente con el territorio más derechista de España, no encajaba la idea de que el gobierno autonómico más de izquierdas del país maltratara a quienes- los docentes de la pública- soportan uno de los pilares básicos del Estado del Bienestar, la educación, garantía de superación de las desigualdades a través del funcionamiento del ascensor social. Pero no sólo los y las enseñantes participan en esta revuelta. Trabajadores y trabajadoras de los centros de mayores y de infancia han salido a la palestra denunciando que trabajan con plantillas muy limitadas donde no se amortizan puestos y apenas se cubren bajas y vacaciones.
Este cuadro asturiano, que yo circunscribía a comunidades gobernadas por la derecha (donde la situación, de seguro, es peor), interpela a quienes queremos cambiar esta sociedad en el sentido de que más allá de la película, mezcla entre La Escopeta Nacional, Torrente y El Padrino, que se proyecta en la superestructura política y en las cloacas del Estado entre las derechas trumpianas y el gobierno, la sociedad se cae a pedazos, con unos servicios públicos que se degradan, un trabajo que se precariza y un Estado que se rearma para la guerra.
Se me ocurren dos lecciones a extraer de lo que pasa en esta tierra del norte. La primera es que, contrariamente a lo que nos cuentan desde hace años, la austeridad que vino con la crisis financiera se mantiene (con el paréntesis de la pandemia) hasta nuestros días, también bajo los gobiernos progresistas, cuyo ciclo se inició en 2018 tras la moción de censura a Rajoy. Estadísticas aparte, todos y todas comprobamos, en nuestra vida cotidiana, como la enseñanza, la sanidad, la dependencia o los trenes de cercanías han ido deteriorándose a la par que el poder adquisitivo de la clase trabajadora. El hecho de que estemos ya dos años sin Presupuestos del Estado -seguimos con los de 2023- es una manifestación palmaria de que el gasto social está congelado. Aun más: se han restablecido, desde el año pasado, las reglas fiscales de la UE, con la particularidad de que el límite de déficit, que antes estaba en el 3% del PIB, a partir de ahora queda fijado en el 2,5%.
Añadamos la explosión de gasto militar, para el cual no rigen aquellas normas de déficit y deuda, y el escenario que se abre no es precisamente alentador. Como aseguran quienes han ocupado estas semanas las calles ovetenses, no se han recuperado derechos perdidos hace mucho tiempo, cuando arribaron los hombres de negro del FMI y de la Comisión Europea para hablarnos de la sangre, el sudor y las lágrimas con que íbamos a rescatar a los banqueros que nos habían llevado al desastre.
Esta cronificación de la austeridad se ha puesto de manifiesto en la actitud displicente del ejecutivo de Barbón, que ha terminado concediendo, por entregas hasta el año electoral de 2027, menos de la mitad de lo que pedía el profesorado. La OTAN y la UE han decidido, y el bipartidismo de este país acata, que el Estado del Bienestar se ha de sacrificar en el altar del rearme.
La segunda lección nos remite a la tentación que tienen los gobiernos progresistas de coalición de considerar que las movilizaciones y críticas que sufren sólo benefician a las derechas. En este sentido se han pronunciado días atrás miembros del ejecutivo asturiano y lo hacen continuamente los aledaños del gobierno central cuando defienden que su propia estabilidad es lo prioritario ante la amenaza de la reacción. Este discurso circunscribe la política a la confrontación institucional, judicial y mediática entre la izquierda y la derecha, obviando las justas reivindicaciones que surgen desde la sociedad por la mala gestión de una izquierda que no ejerce como tal. Es esta forma de hacer política, que olvida la centralidad del programa para transformar, lo que sin duda impulsa a la derecha.
El problema radica en que la crisis que la ofensiva golpista de las derechas, la corrupción del bipartidismo y el conflicto social están generando, se encuentra con una izquierda ausente, entretenida en una gestión administrativa anodina, desaparecida como referente para toda esa multitud que asiste, estupefacta, a la bronca y los insultos que todo lo invaden. Y si bien es cierto que la calle es el instrumento más eficaz para exigir derechos frente a poderes que los niegan, no es bueno que, quienes aspiramos a que las cosas mejoren en la dirección de una mayor justicia social, carezcamos de una herramienta imprescindible a tal fin: un bloque político organizado en torno a un programa alternativo a este estado de cosas bajo el que zozobramos. El malestar creciente puede terminar cuajando en un 15M, pero de derechas. Si la izquierda, en lugar de reivindicar su espacio, sigue vinculando su suerte a las de Sánchez y el PSOE, podemos encontrarnos a Ayuso y a Abascal, motosierra en mano, gritando «¡viva la libertad, carajo!» instantes antes de cruzar el umbral de La Moncloa.
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