Opinión | Dulce jueves
enrique arroyas
Una pausa en el museo
Los lugares más cotidianos se desvelan cargados de todo el sentimiento que han acumulado en el tiempo

Una de las estancias del Museo del Realismo Español Contemporáneo de Almería / Murec
Este fin de semana estuve en el Museo del Realismo Español de Almería. Fue un paseo tranquilo, casi suspendido en el tiempo, por un lugar silencioso y soleado, donde todo parecía haberse detenido en una luz quieta. Las salas estaban casi vacías y el ritmo del día se deslizaba con lentitud, como si cada cuadro pidiera ser mirado sin prisa, sin interrupciones, en un diálogo silencioso entre la obra y la mirada.
No lo había pensado antes, pero volvió a fascinarme esa capacidad que tienen las obras de Antonio López o Isabel Quintanilla —entre otros tesoros que guarda el museo— para atrapar el misterio de la vida desde el realismo, con una fidelidad tan íntima que parece poner límites a lo fugaz. No buscan lo extraordinario en paisajes lejanos ni en visiones sobrenaturales, sino que señalan, con una precisión milagrosa, que lo verdaderamente valioso está cerca, a nuestro alrededor, en los espacios que habitamos sin prestar atención, entre las cuatro paredes de nuestra mirada.
Los lugares más cotidianos se desvelan cargados de todo el sentimiento que han acumulado en el tiempo lento de lo cotidiano, en la espesura de la realidad, cuando de repente, a través de la observación atenta, se vuelven diáfanos, casi transparentes. No se me ocurre mayor maravilla que esa. Sin barcos en la niebla, sin montañas lejanas, sin almas abiertas ni cuerpos desmenuzados. Solo la luz y la sombra de la vida detenida en su gesto más común. Y, de pronto, en esa acumulación de instantes detenidos, la realidad se vuelve transparente, como si permitiera ver su estructura secreta.
Fuimos descubriendo el museo con lentitud. La luz del mar parecía atravesar los muros del viejo hospital convertido en museo para bañar los cuadros y convertirlos en espejos: no de lo que somos, sino de cómo queremos vernos.
El realismo no es un calco del mundo, sino una forma de mostrarlo abriéndolo a la luz, despojándolo de sus velos, deteniéndolo en la eternidad del tiempo. No nos aleja del mundo, sino que nos acerca a él, hacia eso que a veces consideramos banal, y que de pronto se ilumina con un sentido nuevo, nos empuja hacia la superficie de las cosas para descubrir que cada instante es valioso, que cada vida encierra un mundo profundo, que el gesto más pequeño contiene lo universal. Enseña lo más difícil de ver. Vuelve lento el mundo, como si protegiera su corazón del ruido exterior: la cortina mecida con la última brisa de la tarde, la mecedora en su inclinación más sutil, como si el tiempo girara hacia dentro.
Y cuánto necesitamos la pausa en estos tiempos de prisas, distracciones y viralización idiota. El realismo ama lo pequeño no por su fugacidad, sino por su permanencia. Por lo que conserva, por la huella que deja, por lo que dice de nosotros. Cuando miramos uno de esos cuadros es inevitable preguntarse por el paso del tiempo, por nuestro paso por la vida, lo que tenemos y lo que perdimos. Las cosas que decidimos conservar, lo que hemos olvidado. Nos recuerda la lección más valiosa que puede darnos el arte: nada es lo que parece, y lo que creímos que era nada puede serlo todo.
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