Opinión | Pintando al fresco

Aporofobia

Hay gente que cuando ve en una revista a un africano más negro que mi corazón, forrado de pelas, paseando por Puerto Banus, no siente el más mínimo disgusto, sino todo lo contrario

Un cayuco vuelca al llegar al puerto de La Restinga (El Hierro)

Un cayuco vuelca al llegar al puerto de La Restinga (El Hierro) / Gelmert Finol / EFE

En unas deliciosas veladas alrededor de una tortilla de patatas y una botella de vino, en mi casa, allá por los primeros años ochenta del siglo pasado, mi buena amiga, la filósofa Adela Cortina, ya hablaba de ‘aporofobia’, palabra que en los noventa hizo pública y en el 2017 se incorporó al diccionario de la RAE, tras ser declarada ‘palabra del año’ por la Fundéu BBVA.

Este término está compuesto por dos palabras tomadas del griego: ‘áporos’, pobre, sin recursos, y ‘phobos’, miedo, rechazo. Es importante que conozcamos bien el significado de aporofobia para no confundirnos. No se trata de xenofobia, racismo o clasismo, sino de rechazo a quienes no tienen recursos económicos o están en situación de desamparo. Un ejemplo: hay gente que cuando ve en una revista a un árabe o a otro africano más negro que mi corazón, forrado de pelas, paseando por Puerto Banus, comprando collares de perlas y diamantes en las joyerías, no siente el más mínimo disgusto, sino todo lo contrario, e incluso llegan a alegrarse de que el emir de ‘Tócatelas Simbel’ haya elegido nuestro país para pasar sus vacaciones con su familia, aunque todos tengan la piel lo que se dice tostadísima.

Sin embargo, hay personal que no puede soportar que haya árabes pobres que vivan aquí, que sus hijos acudan a nuestros centros educativos y que se les dé alguna clase de su idioma natal para que no se les olvide y puedan hablar con su abuela cuando vayan a verla a Marrakech, o aprendan a escribir en su lengua para poder mandarles cartas a sus primos de Casablanca. También se la tienen jurada a los jóvenes y niños africanos que están acogidos en un centro de menores, sin que, por el contrario, les importe un pimiento que el hijo del príncipe Jijí Jajá haya comprado un equipo de fútbol de un país y viva en un casoplón que fue propiedad del marqués de La Cebolla Tierna, y que dos de los hijos del príncipe estén estudiando en una universidad privada, sita en Madrid, donde se paga 20.000 euros por curso, la cama aparte.

¿Qué ocurriría si uno de estos días apareciera por aquí un descendiente del moro Muza dispuesto a invertir tropecientos millones en convertir Murcia en la nueva Marbella? Con él llegaría su corte de asesores, sus familias completas, entre los que hay dos cuñados que se traerán sus camellos para pasear por el Valle de Ricote; convertirían Moratalla en un gigantesco spa para gente que maneje petrodólares y pondrían de moda ir con túnica a pasear por la Trapería. ¿Qué reacción tendrían los aporófobos ante una situación como ésta? ¿Prohibirían que en los colegios donde fuesen los hijos de estos inversores se enseñara árabe o se dieran clases de religión islámica? Pues parece que no, que con los ricos no se meten.

Entonces, estas personas que rechazan a los diferentes de piel, ¿son xenófobos, son racistas o clasistas? Pues a lo mejor un poco, no sabría yo decirlo, porque carezco de datos, pero lo que sí estoy casi seguro es de que son aporófobos, es decir, que los pobres les sientan como una patada en la boca del estómago.

Quiero hacer una salvedad con respecto a los aporófobos a los que me refiero en este artículo. Conozco a algunos de ellos, son gente que se declara cristiana y varios de ellos están incluso comprometidos con grupos o asociaciones que tratan de vivir coherentemente con la doctrina de la Iglesia Católica. ¿Cómo pueden tener esa fijación con los emigrantes pobres, con los niños que han sufrido quién sabe qué horribles situaciones para llegar hasta un rincón de España donde han encontrado cobijo y ayuda? La aporofobia, qué castigo, oiga.

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