Opinión | Pasado a limpio

La fe y las montañas

El papa León XIV.

El papa León XIV. / LaPresse

La elección del papa León XIV puso fin a un interregno sobradamente conocido hasta el mínimo detalle, en parte gracias a los mass media. Cuando el cardenal protodiácono anunció el «habemus papam», pusimos cara al nuevo pontífice. Pero seguimos viviendo en un sindiós gracias especialmente a algunos prebostes que valdrían como anticristos, si no como diablos.

Del carácter del nuevo papa no me interesa tanto su fe como su capacidad para mover montañas. La fe es personal e intransferible, se tiene o no se tiene y, en todo caso, al papa se le supone. Cuando éramos niños, nos hablaban de milagros como manifestaciones extraordinarias de la divinidad, como si el solo mensaje de los evangelios no bastase para demostrar la existencia de un principio básico y común a la mayoría de las religiones: somos animales sociales y todo lo que contribuye al beneficio colectivo redunda en todos los individuos. El amor no es una manifestación bondadosa, sino una fuerza natural del ser humano. No sólo contribuye a la expansión de la especie, también a la formación y cohesión del grupo. El odio, por el contrario, es esencialmente destructivo y perjudica a la colectividad, por más que ocasionalmente pueda unir a un grupo.

El papa es algo más que el monarca absoluto de un Estado, es un referente moral y no sólo para los católicos. Juan Pablo II tuvo un peso significativo en la caída del orbe soviético. No fue causa eficiente, sino coadyuvante, en el derrumbamiento de los muros de un mundo tan cerrado como falaz. Pero en su cruzada ideológica contra el comunismo, no vio que la Teología de la Liberación formaba parte de una respuesta mucho más compleja y necesaria a otra falacia supuestamente distinta e igualmente opresora, que se llama capitalismo, de la que Hispanoamérica es, más que patio trasero, una escombrera.

La proliferación de los evangelistas en Latinoamérica puede deberse a esa desconsideración de la iglesia oficial hacia quienes necesitan un mensaje más decidido contra la pobreza y la desigualdad. El papa Francisco tenía otra concepción mucho más cercana a esa realidad, veremos cuál es la línea que sigue León XIV, quien une en su persona cualidades aparentemente contradictorias. Proviene del primer mundo, pero ha crecido como clérigo en tercero. Al impulso jesuita con guiño franciscano, sigue ahora un pilar agustino, de procedencia tan antigua como la propia Iglesia en cuanto institución.

No, el papa no acabará con la guerra de Ucrania ni con la de Gaza, por más que ponga todo su empeño y capacidad diplomática. Tampoco acabará con la agresiva polarización de la sociedad contemporánea, pero podría contribuir a encontrar nuevos horizontes.

Recuerdo a un sacerdote con fama de eminente, que proclamaba desde un púlpito que la carne de los santos es incorruptible y que eso era prueba de su santidad. Semejante afirmación no podía por menos que causarme cierta perplejidad, porque santificaba de un plumazo a cientos de momias egipcias. Para cualquier espíritu crítico, esas derivas no contribuían a reforzar la fe, sino a mirar para otro lado. Por aquella época, un profesor del instituto, un párroco cultivado, nos hablaba del éxito del cristianismo en la Roma pagana: pregonaba que todos los seres humanos eran hijos de Dios y eso igualaba esclavos y siervos con los amos, plebeyos con patricios, vencedores con vencidos, romanos con sometidos. El cristianismo mostraba a un Dios que se sacrificaba por su pueblo. Un Dios compartido, porque todos pueden beber su sangre y comer su cuerpo. La idea de compartir y de servir a la comunidad está presente en el lavatorio de Jesús a los apóstoles.

No es un mensaje de fe, sino de esperanza. El papa puede mover voluntades y puede invitar a la reflexión, como aquel cura unamuniano que era San Manuel Bueno Mártir para quien su drama es hacer creer siendo un descreído, porque sus feligreses necesitan una esperanza.

Es indiferente que la elocuencia papal sea una gracia divina concedida o una habilidad adquirida con el esfuerzo de la inteligencia. Juan Pablo II afirmaba la existencia del diablo, quizás tuviera razón: antes que demostrar la existencia de Dios, podría demostrarse la de su antagonista, porque algunos personajes que se creen poseídos de una gracia divina, son una desgracia y son portadores de la esencia del mal: Putin, Netanyahu, el engreído Trump o el iluminado Milei. No vendría mal que un señor vestido con la toga cándida, hiciera una llamada a la concordia. No pretendo tanto que infunda fe en quien no la tiene como que contribuya a la que humanidad encuentre un poco de esperanza. Si no la tenemos, estamos perdidos.

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