Opinión | El retrovisor
Regreso al arroz y pollo
Puede resultar exagerado decir que vivimos un regreso al subdesarrollo; las pensiones que se perciben son de miseria y resultan del todo escasas ante el aumento abusivo de los precios

Inmediaciones de la Plaza de Abastos de Verónicas, años setenta. / Archivo TLM
«Tengo menos dinero en el banco que la hucha del día de mi primera comunión», predicaba con aires de hartazgo un señor con aspecto de jubilado a un pequeño grupo de pasivos que aprobaban unánimes las palabras del indignado. «Yo, a partir del día diez de cada mes, me meto en la cama y no me levanto hasta el veinticinco, que cobro la pensión», dijo otro de los asistentes al corrillo. «¿Cuándo cobramos la extra?», apostilló otro de los reunidos, dándole tal énfasis a su voz que las palabras pronunciadas sonaron con aire de salvación eterna. «¡Ah!, la paga del 18 de julio, cuando se cobraba en pesetas; aquellas rubias con sus duros y los billetes verdes que tanto daban de sí. ¡Que le den por saco al euro y a la ruina que nos deparó!», exclamó otro de los pensionistas mientras levantaba amenazante el bastón en el que se apoyaba…
Hace cincuenta años o más, los jubilados europeos, originarios de países escasos de sol, recalaban en España, adquiriendo viviendas en zonas del litoral mediterráneo en las que retozar, llegando incluso a crear pequeñas colonias en las que llevar una vida agradable. Por aquel entonces, se sentía sana envidia hacia aquella existencia cómoda y pacífica de los turistas que vinieron para quedarse, haciéndonos pensar a los jóvenes de entonces en una jubilación similar cuando llegáramos a viejos. Nada más lejos.
Resulta triste ver en las grandes superficies de alimentación el día veinticinco de cada mes -cuando la mayoría de jubilados cobran la pensión que nadie les ha regalado, sino que han ganado con su esfuerzo laboral durante décadas- como nuestros mayores, calculadora en mano, miden los céntimos a la hora de seleccionar los productos exhibidos en las góndolas. Los carritos, cada vez más vacíos, acogen las sufridas patatas, la docena de huevos del menor calibre, aceite de girasol, garrafas de agua y elevadas cantidades de papel higiénico. Pasan de largo por las secciones de pescadería, carnes y embutidos, haciendo un estudio exhaustivo de frutas, verduras y hortalizas a la hora de adquirirlas.
Puede resultar exagerado decir que vivimos un regreso al subdesarrollo; las pensiones que se perciben son de miseria y resultan del todo escasas ante el aumento abusivo de los precios. Resulta inmoral el conocer los sueldos que se gastan algunos cargos, rebotados de la política, que sientan sus reales en empresas públicas, cuando deberían velar por el bien de la ciudadanía y no por el suyo propio. Los políticos, sean zurdos o diestros, sólo se ponen de acuerdo para subirse los sueldos, mientras la gran parte de la población no llega a fin de mes.
Es un regreso al arroz y pollo de los domingos y fiestas de guardar en los hogares de la sufrida clase media de la llamada generación de hierro, de allá por los años cincuenta y sesenta. Las legumbres han vuelto por sus fueros como protagonistas indiscutibles en la mayoría de las mesas españolas a diario que, unidas a la pasta, hacen posible la existencia de muchos. Ya ni el exquisito pastel de carne, sustento improvisado de economías débiles, se ve como solución a una digestión adecuada y reconfortante. Nos muelen a impuestos: agua, luz, renta, hipoteca, y los estómagos están cada vez más vacíos. Qué tiempos aquellos de tapas egregias como las del bar Levante, con sus pequeñas cazuelas de gambas al ajillo, angulas (habrá que matizar con ojos); sesos en agrura. Los caballitos y las ensaladillas del bar Bernardo, de la señora Isabel Parra; los jefes de estación del bar El Desvío de Guarinos; el pulpo a feira y los caldos del Centro Gallego, por poner un ejemplo, hacen a uno relamerse y pensar en aquellos precios de tapas al alcance de la mayoría, en domingos inolvidables de vida familiar en torno al arroz y pollo; domingos de fútbol y cine. Por prohibir, nos prohíben incluso tener gallineros, ya que hay que dar de alta a las gallinas ponedoras que se puedan poseer. Inigualables aquellos huevos de yema espesa y anaranjada; huevos de dos yemas de cuando Franco, fritos y con puntilla, que saciaban el apetito más voraz.
El pollo, macho de la gallina, carne singular y económica, que junto al arroz, llenan hoy los estómagos de sufridos mileuristas y vulnerables. Y que no falte.
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