Opinión | Café con moka

Periodista

Aquella revolución

Nuestro existir más atávico y nuestra intuición más visceral empujan nuestro ánimo a la protección y salvaguarda de nuestros pequeños

Una escena de la serie 'Adolescence', de Netflix.

Una escena de la serie 'Adolescence', de Netflix. / EFE

Sin duda, educar será el trabajo más arduo y difícil que cualquiera de nosotros pueda desempeñar a lo largo de la vida. El más importante. Acompañar a nuestros hijos en la creación de su personalidad y carácter es una tarea compleja, delicada y, por momentos, agotadora. No obstante, también, resulta fascinadora y estimulante.

Y fíjense bien que digo ‘educar’, aludiendo a instruir o cultivar, y no a criar en el sentido más animal de la palabra, que resulta más instintivo y automático. Nuestro existir más atávico y nuestra intuición más visceral empujan nuestro ánimo a la protección y salvaguarda de nuestros pequeños: alimentarlos, resguardarlos del frío y el calor, limpiarlos, garantizar su integridad física… Sin embargo, guiar y tutelar su crecimiento personal requiere muchísimos recursos y herramientas y una constante renovación en una sociedad cada vez más compleja, cambiante y acelerada.

Hace unas semanas terminaba de ver la serie británica Adolescence y, como le ha ocurrido a muchos, me despertaba ciertos miedos y preocupaciones sobre la sociedad en la que nos va a tocar educar a nuestros hijos y el papel que los padres tenemos en su desarrollo y devenir. Sin embargo, reconozco que me resultó un tanto alarmista y apocalíptico el retrato que hacía de los institutos, muy lejano a lo que yo en su día pude vivir.

Poco tiempo después, en pocos días, se sucederían varios acontecimientos cercanos que pondrían en entredicho esa opinión. Un adolescente recibía un desafortunado golpe por la espalda y en la cabeza que lo llevaría directo a la UCI durante varios días y que le dejará secuelas de por vida. Un cobarde ataque motivado, al parecer, por un comentario en redes sociales. Esa misma semana, un joven era víctima de una agresión por su condición sexual.

Y, por si esto era poco, de algún modo se filtraba un vídeo de una multitudinaria pelea a puñetazos en un instituto de la Región mientras los ‘espectadores’ jaleaban y alentaban a los ‘luchadores’, sin que nadie cuestionase o reprobase esta actitud.

No sé si serán casualidades. O quizás sea esa la realidad de nuestros adolescentes, aunque a algunos nos quede tan lejana.

Recuerdo mis años de juventud en los que escuchábamos a Ismael Serrano y nos juntábamos en Malasaña. Años en los que queríamos ser más modernos, más solidarios, más tolerantes, más abiertos y más avanzados que nadie. No soy socióloga y no quiero aventurar ni conjeturar sobre lo que ha podido ocurrir en estos veinte años para desvirtuar tanto estos valores -que me temo que están muy lejos del actual código ético de muchos jóvenes-, pero, sin duda, alguna responsabilidad tendremos.

Y del mismo modo que me entristece profundamente lo que veo, también me invita a volver a aquel espíritu de mis años mozos y comenzar una ‘revolución’ que reconquiste estos valores perdidos o debilitados, una revolución que reconquiste la ternura y la humanidad.

Así yo canto para recordar

Que aún seguimos vivos

Si no ves más allá de tu horizonte

Estaremos perdidos. -Ismael Serrano 

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