Opinión | Pasado a limpio
Cónclave

Un grupo de cardenales en el Vaticano / EFE / Fabio Frustaci
La palabra que le hubiera gustado escuchar al papa Francisco en estos días hubiera sido sínodo, la asamblea eclesiástica, similar al concilio, ya sea en el sentido de reunión ecuménica de obispos o de asamblea deliberativa. Etimológicamente, sínodo es el camino de la asamblea o la asamblea que camina, especialmente referido a la reunión de las polis en la sagrada isla de Delos, donde nació Apolo y donde se depositaban las aportaciones de los aliados. Atenas, que capitaneaba la liga de Delos, decidió erigirse en depositaria del tesoro, lo que fue una causa eficiente del florecimiento de la Atenas de Pericles.
La idea sinodial de Francisco tenía su sentido primordial originario: el camino de la asamblea. De esta forma trasciende el sentido de la mera reunión episcopal para incidir más en la deliberativa y meditativa, que reflexiona sobre hacia dónde debe dirigirse la Iglesia. Un proceso que alcanzó sus primeras conclusiones antes de este 2025, año jubilar romano. No era éste el final del camino, sino una etapa significativa en el posicionamiento sobre asuntos importantes en el apostolado de Francisco.
El camino de Francisco ha acabado en santa María la Maggiore, la basílica donde descansan sus restos, bajo el precioso artesonado que dicen que se hizo con el primer oro de América, supuestamente un regalo de Reyes Católicos al papa Borgia, Alejandro VI. No hay pruebas de ello, pero sí de que en esta basílica cantó misa por primera vez el fundador de la Compañía de Jesús, San Ignacio de Loyola, de ahí que sea tan querida para todos los jesuitas.
En lugar de sínodo, para decidir el futuro próximo de la Iglesia, hoy empieza el cónclave; una asamblea muy distinta, la del colegio cardenalicio reunido bajo llave. El origen de éste se ha comentado estos días hasta la saciedad. Los cardenales reunidos en Viterbo hacia mediados del siglo XIII no se ponían de acuerdo sobre la elección del nuevo papa. Aquellos cardenales eran segundones de familias nobles y estaban divididos en facciones influidas por sus particulares intereses. La dinastía de los Capeto tenía especial interés en que el nuevo papa perteneciera a su esfera de influencia.
Después de aquel primer cónclave, prácticamente un secuestro del Colegio cardenalicio, a principios del XIV, el cónclave de Lyon también estuvo marcado por las presiones de agentes externos. Uno de los principales interesados en la elección era Felipe IV el Hermoso, el rey de Francia que ajustició a Jacques de Molay, último Gran Maestre de la Orden del Temple. Entre los purpurados, un gran número de cardenales nepotes, como se llamaba a los ‘sobrinos’ de los papas, algunos de ellos hijos naturales. Puede uno hacerse idea de los intereses en juego.
Maurice Druon, novelista y académico francés, autor de la saga Los Reyes Malditos, arranca el primero de sus libros con la maldición que dirige al rey francés desde la hoguera. La licencia poética de la maldición sirve al autor para situarnos en un contexto singular, incluso en ocasiones estrafalario. Da cuenta de aquel cónclave en el que incluso perseguían a algunos cardenales por los campos para obligarlos a concurrir al colegio cardenalicio. Pero por muy pintoresco que hoy nos parezca, aquellos papas marcaban dogmas de fe, algunos de los cuales siguen hoy vigentes; o daban validez a una ocurrencia de un prelado francés para que los descendientes del rey de Inglaterra no reclamaran sus derechos dinásticos. La ocurrencia fue denominada la ley sálica y estuvo en el origen de la guerra de los Cien Años. Las elecciones de otros papas fueron determinantes en la Reforma Luterana, en la Anglicana o en la Contrarreforma que Felipe II instigó desde el reino donde no se ponía el sol.
Aquellas disputas fueron origen de guerras de religión, de sangre derramada supuestamente en nombre de Dios o de algunos jugosos enredos de la Historia. Tal vez nos suene muy distinto al cónclave actual, pues la historia de Europa ha evolucionado aparentemente en el sentido de la civilización. Pero, aunque parezca menos peculiar que aquellos otros cónclaves que dieron origen al sigilo de éste, conviene detenerse a pensar en las diferencias entre el papado de Juan Pablo II y el de Francisco. Citaré a un poeta:
«Yo he repartido papeletas clandestinas / gritando: ¡Viva la libertad! en plena calle / desafiando a los guardias armados / yo participé en la rebelión de abril / pero palidezco cuando paso por tu casa / y tu sola mirada me hace temblar».
El poeta se llamaba Ernesto Cardenal, sacerdote, teólogo, revolucionario y ministro sandinista. Juan Pablo II lo suspendió a divinis junto a otros sacerdotes de la teología de la liberación. Francisco levantó el castigo. No es menor el dilema sobre si el papa que salga de este cónclave sigue creyendo en la iglesia de los pobres o si caben en ella los poetas.
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