Opinión | Las fuerzas del mal

@enriqueolcina.bsky.social

Blanquear sepulcros

Está mal hablar mal de los muertos, pero creo que está permitido decir de esa persona lo que se le dijo en vida

El traslado del féretro del papa Francisco a la basílica de San Pedro.

El traslado del féretro del papa Francisco a la basílica de San Pedro. / EFE/Stefano Spaziani

Hace algunas semanas se murió alguien que, por no caerme especialmente bien, me caía más bien mal. Su actitud dispuesta siempre a la francachela y a las exaltaciones de amistad con los que iban para arriba lo tenía arrimado siempre a los círculos importantes en el espacio donde nos movíamos. Dado que yo pertenecí a esos círculos, también fui objeto de sus atenciones, hasta que —se ve— no fui lo suficientemente importante para él y me usó para congraciarse con otros, entonces más poderosos. Aprendí, con esa experiencia, que cuando te hablan mal de otra persona, sin razón ninguna, eso dice más de quien habla que del hablado.

Total, que se murió, temido por su lengua y por esa habilidad de estar siempre accesorio al poder, habiendo vivido más allá de lo que calculábamos posible. Tras ese interminable bedelato de limpiachaquetas pagado con güisquis, y cuando me enteré, lo sentí de verdad por quienes lo apreciaran, aunque yo no pudiera ponerle cara a quien, con total honestidad, lo hubiera defendido a sus espaldas. Todos los que no lo defendieron a sus espaldas pero le sonrieron en la cara lo señalaron como puntal de comunidad. Yo cierro su sepulcro con una paradoja: lo borro de mi mente, pero lo gloso en escrito, evitando la muerte última de los romanos, que es el olvido.

Me he acordado de eso porque, con la muerte del papa Francisco, he visto que, como decía Rubalcaba, en España se entierra muy bien. Y la muerte del propio Rubalcaba fue muestra de ello, porque quienes lo señalaron en vida como diablo con cuernos, lo ensalzaron en muerte como verdadero prócer socialista. Para compararlo con el Perro Sanxe, claro. Hasta hay quien, en la muerte del pontífice, se ha arrogado el Espíritu Santo para darle el título de Papa, cuando en vida lo trató de ciudadano Bergoglio. Abascal, sin ir más lejos, o Cuca Gamarra, que incluso lo trató peor, calificando de «cumbre comunista» su encuentro con Yolanda Díaz. Y si nos vamos más allá, Milei. Está mal hablar mal de los muertos, pero creo que está permitido decir de esa persona lo que se le dijo en vida. Es la posteridad, por ejemplo, que se ganó —en esta sociedad que para bien y para mal le ha dado a todo el mundo un altavoz— Vargas Llosa.

No he leído al escritor, pero sí al articulista, y, efectivamente, tuvo que ser un gran escritor. Tan bueno que lo que debió hacer es, a mi parecer, seguir escribiendo y dejar de saltar en cada charco que se le ponía delante para ponerlo todo perdido de barro. Y ya lo sé, yo no soy tan bueno como Vargas Llosa, ni un celemín. Lo pueden poner en mi obituario.

Francisco intentó desarmar todos esos institutos, obras o legiones que están detrás del proyecto 2025, Hazte Oír y demás psicodelia ultraconservadora. No lo hizo porque se dedicaran a eso, sino porque en el camino abandonaron los valores verdaderamente católicos. Su fulminante disolución del Sodalicio de Vida Cristiana, en Perú, probados los abusos de su fundador, contrasta con la tibia respuesta de Benedicto XVI con respecto al idéntico caso de Maciel y los Legionarios de Cristo, con iguales abusos de menores que se han denunciado en la Iglesia española, sin que los pretendidos defensores de los menores —esos que llaman a la cruzada por la bendita pureza de los infantes— hayan dicho nada.

Es lógico, por lo tanto, que hagan como los fariseos y blanqueen el sepulcro papal, para quedar ellos como santos y que, a su vez, a su muerte, blanqueen el suyo. Y mira, no. Haremos por acordarnos de todo, que es lo bueno, justo y santo. 

Suscríbete para seguir leyendo

Tracking Pixel Contents