Opinión | Nos queda la palabra
Colorao
Pasó el tiempo y ahora ya he olvidado tanto el color primario citado que todo lo veo colorao

Miércoles Santo en Murcia: Procesión de los coloraos. / Juan Carlos Caval
No lo había vuelto a escuchar desde mi infancia, repartida entre Madrid y Valladolid, donde hasta el pimentón era colorao.
Fue pisar en Murcia y con la inauguración de este periódico que tiene entre sus manos y descubrir, tras una roja y azarosa transición, que había una procesión de los coloraos, resucitando en mí aquellos tiempos que considerábamos que nunca íbamos a repetir.
Pasó el tiempo y ahora ya he olvidado tanto el color primario citado que todo lo veo colorao. Más me vale. Así, observo que el Bando de la Huerta se ha comido su tonalidad tradicional a favor de otros colores como el lila y, por supuesto, el azul. Desaparecido el verde, lo demás es secundario.
Igual me ocurre con el catafalco del papa, en el otro desfile célebre durante esta semana por no hablar de otros entierros. Muchos se quejan los que ven rojos por todas las partes del bueno de Francisco, pero yo le veo, como mucho, colorao. Ahí descansa custodiado de una multicolor guardia suiza tras intentar, sin éxito, recobrar una bandera que permanece arriada otro papado más. El pobre no pudo extender ni el verde ni el pobre negro o mestizo, que sí enarboló en sus encíclicas y plenamente cíclicas. Como en el gatopardo, todo pareció cambiar para que nada cambie en un círculo que la Iglesia está condenada a recorrer, siglo tras siglo.
Hasta entre las rosas del Día del Libro hacen la competencia los blancos y amarillos, aunque aquí está todo perdonado porque van acompañadas de hojas capaces de cambiarte a ti y al mundo.
Y qué me dicen del bueno de Raphael. Volverá a los escenarios como nuevo, cantando las excelencias de la sanidad pública. Pública, sí. Sin vergüenza. En contra de los signos de los tiempos, alentados por un coro sordo y ciego. ¿Se me habrá vuelto colorao?
Al final, solo quedará en Murcia ese cartel de las calles que combina el azul y el denostado rojo, dándome fuerzas renovadas cada vez que, andando gracias a mi corazón y sangre, levanto la cabeza, aún sobre mis hombros.
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