Opinión | Avatares On/Off
Google, acusada de monopolio: ¿éxito legítimo o abuso de poder?
Si este nuevo enfoque regulador se impone, podríamos estar ante el comienzo de una nueva era para la publicidad programática, en la que las grandes plataformas deberán revisar sus modelos de negocio

Imagen de archivo de un rótulo con el logo de Google. / Hannibal Hanschke/EFE
Tras abandonar el proyecto cookieless, tras años de idas y venidas y presiones del sector publicitario, Google ha optado por Privacy Sandbox, un conjunto de tecnologías que pretende proteger la privacidad del usuario sin prescindir totalmente de la segmentación. Al mismo tiempo, se enfrenta al impacto de herramientas como ChatGPT, que han empezado a desdibujar la hegemonía del buscador. Y, por si fuera poco, una jueza federal de Estados Unidos ha declarado recientemente a Google culpable de mantener un doble monopolio ilegal en el mercado de la publicidad digital.
Lo ocurrido no es inédito. En los años ochenta, AT&T fue obligada a dividirse tras décadas de dominio en las telecomunicaciones. A finales de los noventa, Microsoft fue acusada de abuso de posición dominante al integrar Internet Explorer en Windows, afectando a rivales como Netscape. Aunque Bill Gates evitó la partición, su empresa tuvo que introducir cambios relevantes en su modelo de negocio.
En el caso de Google, las autoridades antimonopolio llevaban tiempo siguiéndole la pista. Acumula en Europa más de 8.000 millones de euros en sanciones por favorecer sus propios servicios en las búsquedas, imponer restricciones en Android o limitar la competencia en su red de anuncios. La diferencia ahora es que la acusación apunta directamente al corazón de su modelo: el ecosistema construido en torno a la publicidad programática.
Google controla todas las piezas clave del sistema. Desde el lado del anunciante, tiene Display & Video 360, su propia DSP, la herramienta con la que las marcas compran espacios. También gestiona Google AdX, uno de los principales intercambios del mundo, donde se subastan los anuncios en tiempo real. Y desde el lado del editor, cuenta con Google Ad Manager, que gestiona tanto el inventario como el acceso a esas subastas. A ello suma su inventario exclusivo (YouTube, Search, Gmail), datos masivos procedentes de Chrome, Android y Analytics, y la capacidad de integrar todo en un sistema cerrado. Es como si una sola empresa tuviera el estadio, el árbitro, parte de los jugadores y también controlara la retransmisión del partido.
El dilema no es menor. Google ha llegado a esta posición por méritos propios: adquisiciones legales, innovación tecnológica y una ejecución brillante. ¿Se le castiga por hacerlo bien? ¿O estamos ante un caso claro de abuso de poder? Los reguladores sostienen que el éxito no debe servir para blindar el acceso al mercado, y que una competencia sana exige condiciones justas para todos.
Aunque la sentencia es histórica, la batalla legal no ha terminado. Google puede apelar, y mientras tanto se abre una etapa clave: decidir cómo aplicar las remedies, es decir, las medidas correctivas. Estas pueden ser estructurales, como separar las piezas del ecosistema, o conductuales, como evitar la autopreferencia o abrir ciertos datos. Todo dependerá de la firmeza con que se apliquen. Una sentencia sin consecuencias reales podría quedar en una advertencia vacía. Pero si se ejecuta con decisión, el impacto será profundo.
Sin embargo, esto puede ir más allá. Como dice el refrán: «Cuando veas las barbas de tu vecino cortar, pon las tuyas a remojar». Si esta sentencia marca precedente, podría extenderse a otros gigantes como Amazon Ads o Meta Ads. Amazon controla su marketplace, su propia DSP y la infraestructura en la nube que usan muchos competidores. Meta, por su parte, gestiona datos, audiencias y distribución en sus redes sociales, dominando casi todo el ciclo publicitario. Si este nuevo enfoque regulador se impone, podríamos estar ante el comienzo de una nueva era para la publicidad programática, en la que las grandes plataformas deberán revisar sus modelos de negocio.
Y quizá este cambio va más allá de lo económico. Si un periódico puede vender libremente sus espacios publicitarios sin ser acusado de monopolio, ¿por qué no una red social en su propio entorno? Tal vez la cuestión no sea solo la competencia, sino el control de los medios. Quizá el verdadero conflicto no esté tanto en los ingresos, sino en las narrativas. Y eso -el control de los mensajes, de la interpretación de la realidad, de la conversación pública- puede ser el reto más incómodo para quienes durante décadas ejercieron el cuarto poder.
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