Opinión | Dulce jueves
El gesto final
Francisco nos mostró, con actos, lo que hemos sido, lo que somos y lo que podemos llegar a ser

Imagen de archivo del papa Francisco. / Stefano Spaziani / Europa Press
En uno de sus ensayos, la escritora Flannery O’Connor dijo que para que un cuento funcione debe contener algún gesto de un personaje que no se parezca a ningún otro gesto, y que es donde descansa el corazón de la historia. Tiene que ser una acción que resulte completamente adecuada, es decir, coherente con la historia y el personaje, pero también completamente inesperada. Surge del carácter del personaje, pero a la vez lo desborda. Expresa el mundo, pero sugiere la eternidad. A través de las cosas más tangibles y cercanas, nos pone en contacto con el misterio. Lo reconocemos por su familiaridad, pero desafía nuestro conocimiento. Llevado al límite, el personaje hace lo correcto, como guiado por una mano divina.
El cuento que ha protagonizado Francisco en sus doce años de pontificado debe de estar lleno de momentos así, solo que no les hemos prestado atención. Quizá por eso, como un último grito, su muerte ha sido uno de esos gestos adecuados e inesperados. Cuando el mundo anunciaba su resurrección, tras su paso por el hospital, él, llevando su cuerpo y su alma al límite, se moría. En las situaciones extremas se revela lo que somos.
Al borde de la eternidad, Francisco tuvo algunos gestos que muestran, para mí, el significado de lo que nos deja: la importancia de la realidad de este mundo y la confianza en que ocurra lo imposible, que en la visión cristiana se entiende como estar preparados para la acción de la gracia. En el recorrido que hizo en sus últimas horas, Francisco nos mostró con actos, apenas pronunciando un puñado de palabras, lo que hemos sido, lo que somos y lo que podemos llegar a ser.
El jueves visitó una cárcel romana para conmemorar con los presos la última cena de Jesús. «Cada vez que entro en un lugar como este me pregunto por qué ellos y no yo», dijo. El domingo, tras la Misa de Pascua, impartió la bendición urbi et orbi y recorrió la plaza de San Pedro en su papamóvil durante 15 minutos, bendiciendo a los fieles y saludando a los niños que se acercaban. Fueron dos actos plenos de significado que, sin embargo, no despertaron especial interés en los medios, más allá del sacrificio que implicaban. Eran actos adecuados y coherentes con su protagonista. Pero, entre ambos, ocurrió algo que, además de adecuado, fue inesperado. El encuentro con J.D. Vance, enviado de Trump, como su última audiencia oficial, era un acto extraño y misterioso. En esa imagen estaba lo que somos y lo que podemos ser, y nuestra libertad. Un momento del cuento en el que, con el mal de por medio, se podía percibir la presencia de la gracia a punto de ser aceptada o rechazada.
Flannery O’Connor también decía, recordando a Baudelaire, que la mayor artimaña del demonio es convencernos de que no existe. Y añadía: nuestra época, ciega para los hechos y los valores, «no sólo carece de una vista afilada para las irrupciones casi imperceptibles de la gracia, sino que ya no capta la naturaleza de las violencias que las preceden y que las siguen».
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