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‘Carta de una desconocida’

Para la teórica feminista Celia Amorós, los hombres son los iguales, las mujeres las idénticas, y al ser idénticas, son también intercambiables

'Carta de una desconocida'.

'Carta de una desconocida'. / Editorial Acantilado

En este relato largo o novela corta escrita en 1922, Stefan Zweig nos cuenta los dos breves encuentros de un escritor de éxito con una mujer joven a través de la carta que ella le envía en su lecho de muerte.

Con una penetración psicológica asombrosa, el escritor austriaco va analizando los rasgos que definen un tipo de relación en la que destaca la entrega total de ella y la indiferencia emocional de él, que es un tipo encantador, pero que solo está interesado en el juego de la seducción. Es un hombre en fuga permanente, en constante búsqueda del siguiente objeto de placer. Ella incluso tiene un hijo de él -«Era nuestro hijo, querido, el fruto de mi amor consciente y de tu ternura despreocupada»-, algo que él solamente descubrirá a través de la carta.

Puesto que ella no vive para sí misma, sino para el amor del hombre -«yo ya no creo en Dios, solo creo en ti»-, decide convertirse en aquello que le permite acercarse a él: una mujer de paso, que es lo único que al escritor le interesa. En un acto sacrificial, sacerdotisa de sí misma, le entrega su vida y su muerte. De haber seguido con vida, él nunca hubiera sabido de su existencia. Puesto que ha muerto, su existencia, cuya razón de ser es el breve contacto con él, le sirve al escritor de motivo literario.

Él nunca la ha conocido. En el interludio amoroso que tienen no existe el reconocimiento intersubjetivo: ella le conoce a él -más que eso, es lo único que existe en su mundo- pero para él, ella solo es una pieza intercambiable, un eslabón en la larga cadena de encuentros fugaces. Ella solo ansía de forma insensata ser un eslabón más: «Me entregué ciegamente a mi destino como quien se lanza a un abismo».

El hijo nace y ella renuncia a reclamarle nada al padre: primero, porque teme que la suponga una oportunista, y segundo y más importante, porque no quiere dar una carga de responsabilidad a este hombre-niño incapaz de hacerse responsable de sus actos. «Pero no te culpo a ti, solo a Dios», dice ella.

Lo más duro para ella es no ser reconocida por el hombre amado. Tienen un segundo encuentro pasados los años, y él, a pesar de ser un amante tierno y generoso, no la recuerda: «Me deseabas otra vez como algo nuevo y desconocido». Ella aspira a que se acabe el hechizo de la ceguera, pero eso no ocurre, no puede ocurrir. El mayordomo del escritor la recuerda de inmediato a pesar del tiempo transcurrido, pero él no. Es imposible ese reconocimiento que haría tornar a la mujer de objeto en sujeto. Ni siquiera pregunta su nombre, ni en el primer ni en el segundo encuentro. Qué más da, ella solo es una más.

Por su parte, ella está cumpliendo un destino trágico: «No te culpo, te quiero tal como eres, ardiente y distraído, olvidadizo, entregado e infiel, te quiero así, solo así, como siempre has sido y como aún eres». Él es un representante de los hombres-niño, para quienes el patriarcado reserva todos los privilegios. Y ella es el modelo de mujer que únicamente vive para los demás, en una entrega extrema al ser amado que supone una anulación de sí misma. Es una heroína del amor romántico, esa trampa a menudo mortal para las mujeres.

Para la teórica feminista Celia Amorós, los hombres son los iguales, las mujeres las idénticas, y al ser idénticas, son también intercambiables, no cabe la individuación, por lo tanto, no son susceptibles de ser distinguidas unas de otras, no pueden ser reconocidas.

Si no hay reconocimiento, no hay obligación, de manera que nuestro protagonista puede seguir jugando con las relaciones como si nada, ya que él, como hombre, tiene patente de corso para ello. Pero si no hay reconocimiento, tampoco hay contacto con lo humano, y eso es justamente lo que la autora de la carta reclama: una mirada que la reconozca como humana. Curiosamente, la tragedia de la muerte del hijo, que desencadenara su propia muerte, queda en un segundo plano respecto a la tragedia de no ser reconocida -que equivale aquí a no ser reconocida como humana- por el hombre amado. No aspira a que la quiera, solo a que la reconozca, porque sabe que le ha prodigado a ella el mismo trato que a todas, el mismo trato que a cualquiera.

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