Opinión | Los dioses deben de estar locos

Profesor de Historia Antigua de la Universidad de Murcia

La mancha de tinta

‘La costa de Kamakura’, Katushika Hokusai (1832)

‘La costa de Kamakura’, Katushika Hokusai (1832)

Dicen, nobles oyentes míos, que esta historia ocurrió realmente en los difíciles tiempos de la tiranía del clan Heike. Cuentan, pues, que la emperatriz viuda había estado honestamente recluida los años que habían transcurrido desde la muerte de su esposo, un soberano sabio y bondadoso. El nuevo emperador (desde luego no tan piadoso como su antecesor) reinaba ahora y parecía que desde su trono se hubiese olvidado de ella; o que al menos, no estorbaría sus deseos de luto, de retiro y apartamiento. La llama de su amor podía seguir ardiendo imperturbable, alimentada por el aceite la melancolía, dulcificada por el recuerdo de una edad pasada que ahora era el refugio inexpugnable de su alma.

El cauce de la vida discurría para ella apaciblemente por la llanura de la nostalgia más dulce; atrás habían quedado los abruptos rápidos del dolor y de la pérdida. El corazón doliente casi había alcanzado el reposo definitivo en la oscuridad, donde al final se encontraría con su celestial cónyuge. Los rituales se cumplían, los monjes leían ante ella los libros sagrados, los músicos cantaban, recitaban poemas de amantes separados y vueltos a encontrar. El tiempo se llevaba consigo, poco a poco, toda pretensión de permanecer en el mundo. Su deseo de vivir se extinguía plácidamente, sin sufrimiento y con la voluptuosidad que inspira la cercanía del vacío y la nada. Sería conveniente, así lo pensaba, cortarse los cabellos y marchar, por fin, a un monasterio lejano. 

Pero el monarca reinante acabó abrigando intenciones muy poco acordes con su majestad divina, pues pretendía gozarse del bello cuerpo de la emperatriz viuda. Los ministros a la derecha y a la izquierda se conmovieron ante la sagrada determinación, y con ellos toda la corte. Trataron, en vano, de hacer que sus pensamientos se dirigieran en otra dirección más conveniente. Pero su majestad, complacido cada vez más ante la idea, exigió respeto para su muy altísima santidad, aquilatada en esta y en otras vidas anteriores; pues si así lo quería, podía dar cumplimiento a cuantos deseos tuviera, como premio merecido a su sabiduría.

'Preludio a la danza', Uemura Shoen (1936)

'Preludio a la danza', Uemura Shoen (1936) / Archivo

La emperatriz viuda fue sacada de sus aposentos, no para ir al monasterio como ella pensaba y hubiera querido, sino para ir a un nuevo matrimonio. Ante esta infamia, la soberana, de nuevo restaurada en su condición de esposa, sufrió una gran pena que, sin embargo, afrontó en silencio. Fue conducida hacia nuevas dependencias, las mismas que antaño había ocupado su primer esposo, mucho antes de que ambos se conocieran, siendo todavía un niño. La habitación estaba provista de paredes de papel con hermosas pinturas de montañas, cielos azules poblados de nubes blancas, bosques y santuarios escondidos. La emperatriz advirtió que allí continuaba una mancha de tinta negra que emborronaba el cielo azul. La conocía bien y reconoció enseguida las diminutas huellas de unos dedos, señales que antaño había dejado en la pared el difunto emperador, cuando, jugando y llevando a cabo una travesura como el niño que también había sido, robó la tinta y el pincel, y dejó para siempre la marca de su inocencia sobre aquellos paisajes. 

La emperatriz, confinada en estas estancias, contempló con aflicción las manos infantiles de su primer esposo, con el rostro fijo en ellas durante horas, hasta que la luna llena emergió en la noche y un haz de luz plateada iluminó las oscuras yemas depositadas hace tanto tiempo sobre el azul de aquel segundo cielo, tan hermoso como el primero. Lejos de arrastrarla a la desesperación, el dolor la envolvió en un manto de tierna añoranza por algo tan sagrado como desconocido. También ella preparó la piedra de entintar, el papel y el pincel, pues ante la apaciguadora visión de la mano de aquel niño, el espíritu de la poesía emanó de su corazón, y liberó los signos que tan celosamente custodiaba su alma. Abrió su pecho al papel y plasmó aquello que apenas hubiera podido expresarse de otro modo. Evocó al dolor sin llamarlo por su nombre, a la ausencia sin pensar en ella, al amor sin haber clamado por él. El pincel de la emperatriz, amante, viuda y poeta, logró liberarla, al fin, de los últimos lazos con el mundo, antes de alcanzar la serena tranquilidad de quien ya no quiere ni espera nada. 

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