Opinión | El prisma
¿Hay que subir los aranceles para castigar a Trump? | Políticas imposibles
"Las disrupciones del sistema ya no vienen de la Europa central política y económicamente, sino de sus extremos geográficos: uno al otro lado del Atlántico; otro al este del corazón del Viejo Continente"

Donald Trump firmando un paquete de aranceles, en una imagen de archivo. / EP
En la tercera década del siglo XXI que tanto empieza a parecerse a la misma del XX, diríase que algunos problemas son los mismos aunque no lo sean: auge del autoritarismo de derechas y surgimiento de personajes políticos estrambóticos. Las similitudes son escasas, si lo que se pretende hallar son calcos, aunque las consecuencias se parezcan. Las disrupciones del sistema ya no vienen de la Europa central política y económicamente, sino de sus extremos geográficos: uno al otro lado del Atlántico; otro al este del corazón del Viejo Continente.
En ese contexto resulta inevitable recordar la mala solución que los moderados de entonces adoptaron para evitar que la desestabilización externa terminase por derribar el sistema: quedó asociada al nombre de solo uno de sus practicantes —Neville Chamberlain, ‘premier’ de Reino Unido— , cuando en realidad también otras potencias defensoras de la democracia liberal la aplicaron frente a la barbarie que se expandía desde Alemania e Italia por obra y gracia de los malhechores Hitler y Mussolini.
Desde entonces, la política de apaciguamiento (’appeasement policy’), adjudicada falsamente en exclusiva a aquel primer ministro de Su Graciosa Majestad, ha salido a colación cada vez que los principios básicos de las democracias liberales, entendidos como fundamentales para la civilización predominante, se han visto amenazados.
Se habló de ella nuevamente tras la invasión iraquí de Kuwait organizada y ejecutada con ‘agostidad’ y alevosía por Sadam Husein en 1990. Fue, como esos partidos-homenaje de fútbol, un Irak contra el resto del mundo. La cosa estaba clara: se trataba de castigar radicalmente al quebrantador del orden internacional establecido y llevar las fronteras al cauce del que nunca debían haber salido. Consecuentemente, los pocos que osaron hablar de apaciguamiento emulando al Chamberlain de 60 años antes fueron rápidamente acallados en aras del restablecimiento del statu quo mundialmente aceptado.
La gran diferencia es que en esta tercera década del XXI el llamado orden mundial ha mutado en desorden global. Tras las rupturas casi históricamente simultáneas del statu quo primero en Ucrania por Rusia y luego en Gaza por Israel —con provocaciones previas en ambos casos—, es ahora el turno del moderno superguardián, regido por un tan arbitrario como atrabiliario Donald Trump, el que se lanza sin rodeos a la palestra con el declarado propósito de imponer unilateralmente un nuevo reglamento planetario aparentemente solo comercial y, por tanto, económico.
Y aunque también aparentemente el falsario magnate del tupé dorado haya concedido una tregua, esa misma apariencia revela que su objetivo último inconfesado es intentar la destrucción del progreso económico de su único rival a escala global: China. Mientras tanto, entretiene al resto del planeta con «alteraciones» locales como dar manos libres al sionismo genocida encabezado por Netanyahu o aumentar el acogotamiento de sus supuestos aliados europeos bajo la amenaza del expansionismo mafioso ruso.
Nótese que esa falsa tregua en realidad ha venido impuesta por otros magnates derechistas insertos en el Partido Republicano temerosos de que los burdos delirios del presidente se conviertan en un autoametrallamiento de pies que haga imposible la instauración del pretendido nuevo orden global del que también ellos son partidarios. Es decir, va a ser muy difícil que todo quede en agua de borrajas: Trump está claramente determinado a intentar (y conseguir, si le dejan) la alteración del statu quo que, mal que bien, hasta ahora ha regido el mundo; y a soltar lastre convirtiendo a sus hasta ahora aliados en meros comparsas devenidos por vía arancelaria un variopinto coro de palmeros celebradores del sometimiento de China.
Por eso son imposibles unas políticas derivadas de un apaciguamiento biempensante esperanzado en la llegada de tiempos mejores, aunque, ironías del destino, el mantenimiento del libre comercio mundial se antoje ahora como un objetivo deseable. También lo fue la salvaguarda de las fronteras existentes y acordadas tras la Primera Gran Guerra. Y la historia se aceleró exponencialmente a partir de 1938 por no querer, o poder, reconducirla a tiempo desde 1933.
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