Opinión | Los dioses deben de estar locos

Profesor de Historia Antigua de la Universidad de Murcia

La sangre y la seda

‘Shaman Sword Dance’, de  Shin Yun-bok.

‘Shaman Sword Dance’, de Shin Yun-bok.

Todos conocían el suceso. Los hombres que iban al campo, las mujeres que apenas salían de sus hogares, los bonzos, las monjas de los monasterios más alejados, hasta los animales de la selva y aun diríamos que hasta las aves que pueblan las copas de los árboles hablaban constantemente de un acontecimiento que había conmocionado a todos. Una joven de la nobleza, de nombre Kim Eun-ae, había sido arrestada por haber matado a una vieja casamentera y hechicera. El sabio Yi Deok-mu, que había estudiado el caso muy de cerca, se lo estaba contando a Yi Tal, a quien había convidado en su casa para conmemorar la llegada del equinoccio de otoño durante la gran fiesta del Chuseok.

Así, entre vinos y pasteles de arroz, Yi Tal, cuya santidad y apartamiento del mundo eran tales que desconocía por completo los sórdidos sucesos, fue sabiendo cómo una anciana dedicada a la tercería, medio bruja, antigua gisaeng, profesional de vicios y lujurias (cuyo nombre las personas de bien deben ocultar cuando cuentan esta historia), habría procurado por todos los medios nublar la mente de la joven Eun-ae para favorecer a un cliente llamado Choe Jeong-ryeon, persona sin seso ni entendederas que había pagado una cantidad considerable a la alcahueta para que mediara a su favor y lograra para él una boda feliz. Lejos de disuadirlo, la mala mujer le sacó todo el dinero que pudo, y trató de cumplir las esperanzas del pretendiente, primero por la persuasión y después por las asechanzas brujeriles, la fabricación de talismanes con materiales de nefanda procedencia, así como con funestos conjuros. Todo en vano, pues la familia ya había acordado un casamiento con otro hombre joven, apuesto y de mejor familia.

La hechicera redobló sus esfuerzos y acusó a la muchacha, ya recién casada, de ser ella su verdadero cliente, y de haber pagado para obtener los favores sexuales de Jeong-ryeon. El rumor se extendió por todas partes manchando su apenas adquirida condición de esposa. Entonces Eun-ae, escondiendo una daga en la manga de su túnica, entró en casa de la calumniadora y la apuñaló mientras dormía, una y otra vez, desgarrando sus ropas, abriendo su pecho y entregando sus vísceras a la tierra, no paró ni se detuvo hasta que los vestidos de la vieja prostituta quedaron hechos jirones, y las ropas de seda que portaba la vengadora, antes vistosas y coloridas, se empaparon de sangre adquiriendo un espantoso color rojo. Arrestada la homicida, no tardó en confesar; pues pretendía que todos la vieran como mujer valedora de su honra, acreedora más de aprecio que de reprobación. Muchos alabaron su comportamiento, y más aún, esperaban que la justicia del rey la perdonara, pues, al fin y al cabo, ¿quién era la muerta? nada más que una mísera prostituta desdentada.

Chunhyang ante el magistrado, pintura anónima de la dinastía Choseon.

Chunhyang ante el magistrado, pintura anónima de la dinastía Choseon. / J.A.M.

Yi Tal mostró su perplejidad, pues no comprendía que el asesinato de una persona, acuchillada en su propia casa, no mereciera ni el menor de los reproches.

-He visto tantas injusticias y tan numerosas como los astros que brillan en el cielo, pero esta es una de las más perversas, pues está disfrazada con el manto del honor. Todos parecen despreciar a las damas de las tabernas, a las bailarinas, y hasta las concubinas, que cuando se hacen viejas y no gustan a nadie, se tienen que ganar la vida con tercerías, pero incluso si se hacen monjas budistas y viven retiradas del mundo, ni aún así se liberan de sospechas o reproches. La honra no puede valer más que la vida, ni mucho menos justificar en su defensa actos degradantes que, por su carácter sangriento, son más propios de tigres o cocodrilos que de otros seres humanos. Que una persona sola no puede tomarse lo que es prerrogativa del Cielo, pues él solo es quien castiga o premia nuestras acciones, en esta o en siguientes vidas.

Yi Deok-mu anotó cuidadosamente las palabras de Yi-Tal, el anciano taoísta, y las incluyó en la relación que estaba preparando para leer ante el consejo real antes de la promulgación del indulto. Su caligrafía, ahora más quebrada y nerviosa que de costumbre, parecía reflejar el dolor que le provocaba la desaparición de aquella vida, aunque hubiera sido culpable y miserable. Justamente terminaba de secar el pincel y cerrar el tintero cuando el sol se hundió en su ocaso, como una gigantesca antorcha que se sumergiera lentamente en el horizonte lejano. Enseguida llegaron las sombras apaciguadoras, aquellas que exigen silencio y que todo lo envuelven bajo la momentánea aniquilación del olvido.

Suscríbete para seguir leyendo

Tracking Pixel Contents