Opinión | Allegro Agitato
Muerte en Venecia
Las artes han reflejado estos momentos de zozobra social provocados por las epidemias. Un caso muy especial lo encontramos en ‘La muerte en Venecia’, novela corta del escritor alemán Thomas Mann publicada en 1912

Dirk Bogarde caracterizado como Gustav von Aschenbach en ‘Muerte en Venecia’ de Luchino Visconti (1971).
Tengo la convicción de que la falta de memoria es un elemento esencial en la vertebración de nuestra sociedad. Parece algo lejano, pero hace ahora cinco años, una epidemia -algo más propio de la Edad Media que de la edad de la ciencia y la tecnología- se llevó a cientos de miles de personas y cambió nuestra forma de vida. Como ocurrió en otros siglos, pasamos meses recluidos a la espera de que la enfermedad desapareciera. Los que tenían mascotas, sus amigos y vecinos, pudieron disfrutar de unos ratos de libertad. Los que teníamos hijos pequeños no tuvimos esa suerte. El encierro acabó, pero las circunstancias de distanciamiento social todavía permanecieron durante años. En aquellos meses en los que caímos en la cuenta de lo importante que es la labor del personal sanitario, la población encontró consuelo y distracción en la literatura y en el arte, sobre todo en la música.
Las artes han reflejado estos momentos de zozobra social provocados por las epidemias. Un caso muy especial lo encontramos en La muerte en Venecia, novela corta del escritor alemán Thomas Mann, publicada en 1912. Su protagonista es Gustav von Aschenbach, un escritor en crisis que decide escapar del trasiego de la ciudad de Múnich y llega a Venecia. En un hotel del Lido descubrirá la perfección personificada en Tadzio, un adolescente polaco que pasa allí el verano. El amor a su belleza le obligará a quedarse en la ciudad cuando llega la enfermedad, el cólera, que todos niegan al principio. Aquí también ocurrió.
Este amor, absolutamente platónico, transcurre en la mente del escritor, que se debate entre la mera contemplación racional y su deseo de consumarlo. Aschenbach permanece en Venecia mientras su salud empeora. El mismo día que la familia de su amado va a partir, fallece en la playa, mientras le mira.
Hoy sabemos que la historia tiene una base real. A pesar de que tuvo seis hijos, Thomas Mann era homosexual. Katia, su mujer, contó en sus memorias que viajaron a Venecia en 1911, donde estuvieron alojados en el mismo Hotel des Bains. Su marido estuvo interesado en un chico polaco llamado Władzio, posiblemente el barón Władysław Moes, idéntico al descrito en la novela y al que observó repetidamente durante su estancia.
En 1970, Luchino Visconti viajó por toda Europa en busca ese chico perfecto e ideal para su adaptación cinematográfica y lo encontró en Estocolmo: Björn Andrésen, un adolescente de 15 años. Visconti convirtió a Aschenbach en compositor; mejor dicho, lo convirtió en Gustav Mahler. El propio Mann reconoció al pintor Wolfgang Born que su descripción era la de este músico. La hija de este Aschenbach muere de niña, como la de Mahler, cuando en la obra de Mann su hija ha crecido y es su mujer la que ha fallecido. Mahler es el protagonista absoluto porque su música lo es permanentemente, mientras escuchamos repetidamente, una y otra vez, el Adagietto de su Quinta sinfonía. La belleza absoluta de este fragmento sublima la visión de la belleza de Venecia, de Tadzio y hasta de la muerte de Aschenbach. La película se estrenaría en 1971 y pronto se convirtió en una obra de culto.
Casi en paralelo, el británico Benjamin Britten componía la que sería su última ópera, siguiendo el libreto de la escritora Myfanwy Piper. Britten dedicó el papel de Aschenbach a su compañero, el tenor Peter Pears, que iniciaba su declive. La visión de Britten/Piper es mucho más cercana al texto original y crea una conexión con el mundo clásico con la personificación del dios Apolo, un contratenor que canta un himno délfico del Siglo II. Tadzio está representado por un bailarín y sus apariciones están a asociadas a un motivo que suena en el gamelán. Britten, que estaba muy enfermo, pudo terminar la partitura, pero no estuvo en condiciones de dirigir el estreno en el Festival de Aldeburgh de 1973.
Queda otra adaptación sobresaliente en otro campo artístico. El estadounidense John Neumeier, uno de los coreógrafos más reconocidos del mundo, realizó la suya propia para el Ballet de Hamburgo. Transformó a Aschenbach en un coreógrafo al servicio del rey Federico el Grande de Prusia que atravesaba una profunda crisis creativa. Si la música de Visconti pertenece en su mayor parte a Mahler, y la de Britten, de marcado carácter expresionista, toma préstamos de la Grecia clásica y de sonidos orientales, John Neumeier resalta la dualidad del personaje de Aschenbach yuxtaponiendo la música perfectamente racional de la Ofrenda Musical de Johann Sebastian Bach con la de Richard Wagner, que expresa el lado dionisíaco de Aschenbach. Este ballet también ha recorrido el mundo desde su estreno en 2003.
Volviendo a nuestro aniversario, tras un recordatorio más o menos polémico y pasajero en los medios de comunicación, hemos realizado el pertinente ejercicio de olvido para poder continuar con nuestra vida cotidiana. Yo les pido, al menos, que se acuerden de las víctimas, de aquellos que cuidaron nuestra salud y también de los que, con su actividad artística, les hicieron más llevadero el encierro.
Como curiosidad, Mahler no murió en Venecia, sino en Viena, un año antes de que Mann publicara su novela. Quien murió en Venecia, en el palacio Vendramin Calergi del Gran Canal, fue Wagner, aunque su cadáver fue llevado a Bayreuth. Y quién allí descansa, aunque murió en Nueva York, es Igor Stravinsky.
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