Opinión | Tribuna libre
Las fallas que nunca fueron
La sociedad valenciana barrió el falso cliché del meninfotisme y demostró lo que en verdad somos: un pueblo fuerte, inmensamente responsable y convencido

Imagen del remate de la fallas del Ayuntamiento de Valencia, sin quemar y sin gente a su alrededor en 2020. / EFE
Al final de aquel invierno, ya con la primavera despuntando en los árboles, sobrevolaban por nuestras plazas dos creencias a priori irrefutables: que las Fallas eran sagradas y que los valencianos éramos un pueblo ‘meninfot’. Nunca desde la guerra se habían suspendido unas Fallas. Tampoco nunca nos habíamos desprendido del estereotipo de pueblo muelle, inconstante y refractario al sacrificio en común: un tópico que se abatía sobre nosotros, como una maldición divina, desde los tiempos del conde-duque de Olivares. Pero llegó el 10 de marzo. Y todo cambió.
Ahora la perspectiva es distinta -incluso amnésica- pero aquella tarde, decidir la suspensión de las Fallas y la Magdalena a muchos les parecía osado. Una prevención difícil de entender cuando ya había catafalcos a medio plantar por las calles de la capital y los monumentos estaban preparados en decenas de ciudades con toda la ilusión y esfuerzo que supone. Suspender las Fallas era para muchos una temeridad identitaria; tal vez un ‘harakiri’ electoral. Sin embargo, algo nos alertaba. Había empezado como una nebulosa: un virus lejano, desconocido, impredecible. Ya se habían registrado unos pocos casos de covid en Valencia. Y la duda era qué hacer -con lo poco que sabíamos-, qué priorizar ante una amenaza no cuantificable. Recuerdo bien el dilema.
Un responsable público siempre debe hacerse cargo de lo que hace, de lo que no hace y de lo que contribuye a que se haga. Esas son las tres variables en juego. Y en aquella tarde de tensión, cuando piensas cuánto vale una vida humana -una sola-, el dilema se respondió por sí solo. Había que suspender las Fallas. Como luego fuimos los primeros de España en cerrar los bares y restaurantes. Como también mantuvimos el perimetraje severo de nuestras fronteras a pesar de las presiones. Como impedimos que las familias se pudieran reunir en Navidad. Las medidas eran dolorosas en lo económico, en lo social y en lo emocional, pero la alternativa era insoportable. La alternativa era -desde el principio- implementar el vaciado de la responsabilidad pública, la abdicación del Estado y el sálvese quien pueda. El dinero por encima de la salud. Una sociedad desalmada. El ‘Far West’ del viejo/nuevo capitalismo sin valores. El desprecio a los más vulnerables. Y, especialmente, la crueldad con tantas personas mayores que nos dieron la vida y mejoraron el país que tenemos.
Se podía tomar otra dirección. De hecho, en otros sitios, cuando ya conocíamos el itinerario (contacto-contagio-hospitalización), se tomaron otro tipo de decisiones contrarias a priorizar la protección de la vida. Incluso se jactaban de ello (todavía hoy banalizan con el dolor de tantos muertos y de sus familias, y uno se pregunta qué hay en esas mentes y en esos estómagos, y uno también se pregunta, sin melancolía y con dudas éticas, qué es lo que valida un electorado y en función de qué parámetros). En cambio, aquí nunca valió más la falsa libertad de tomarse unas cañas que la protección de una vida. Nunca. Aquí la obsesión fue salvar todas las vidas que pudiéramos. Y con esa actitud, gracias a la corresponsabilidad de una sociedad que creyó en el modelo de primar la salud de las personas, en la Comunidad Valenciana salvamos 2.500 vidas respecto a la letalidad media española. Son muchas, 2.500 vidas; pero por una sola vida el compromiso común hubiera valido la pena. Porque fue eso: un ejercicio de corresponsabilidad, una causa común. Así, la sociedad valenciana barrió el falso cliché del meninfotisme y demostró lo que en verdad somos: un pueblo fuerte, inmensamente responsable y convencido (y eso se ha vuelto a evidenciar con la ola de solidaridad reivindicativa tras la dana).
Han pasado cinco años. ‘Han passat coses, moltes coses’. Cada uno conserva su memoria particular de la pandemia. La mía está adosada a ráfagas de recuerdos, de rostros, de sentimientos que brotan como una catarata.
El silencio espeso en el despacho en aquellas semanas y meses sin reloj ni festivos. El cantar de los pájaros en calles desiertas, de una belleza tétrica, cuando llegaba al Palau.
La voz de la consejera de Sanidad a la caída de la tarde, cuando me pasaba el triste «parte» de fallecidos, hospitalizados, en UCI… y el nudo encogía la garganta. El dolor compartido con tantos de no poder acudir, por los cierres perimetrales, al entierro de un familiar o de un amigo querido
Ese post-it amarillo que me acompañó mucho tiempo en mi mesa y que contenía cinco palabras que me inspiraban frente a la desazón: «Este día hay que vivirlo»; como fuera, pero había que vivirlo.
La emoción por encontrar material de protección en China y conseguir traerlo a la Comunitad Valenciana en el primer avión que llegaba a España tras los más increíbles vericuetos.
La petición de perdón en las Cortes por no haber tenido antes ese material para nuestro personal sanitario porque ninguna Administración, en ningún lugar del mundo, estaba preparada para una pandemia de esta magnitud.
El vértigo de preparar la compra de 10.000 fundas de difuntos por lo que pudiese ocurrir.
El miedo permanente, tantas noches, a que se desbordaran las UCI, algo que nunca llegó a pasar.
La emoción de ver cómo Ana Barceló no dejó su puesto ni en el momento de la muerte de su madre, cuando me dijo: «No puedo marcharme, ella no me lo permitiría».
El ánimo que recibía de la gente por la calle.
Los domingos de cogobernanza y periodistas en pantalla. Domingos sin milagro más allá de compartir el aliento con un equipo humano entregado y sin concesiones a la resignación.
Las conversaciones semanales con los expertos que fundamentaban y orientaban nuestras decisiones.
El debate ético que promovimos en Europa para liberar las patentes de las vacunas.
El reto logístico que supuso la vacunación de la población valenciana y la magnífica organización que hicieron los gestores y los funcionarios del sistema público de salud de la Generalitat.
El consenso que alcanzamos al pactar 1.068 medidas de recuperación con la patronal, los sindicatos, las diputaciones, las grandes ciudades, los ayuntamientos y el 90% de los diputados en las Cortes (todos excepto la extrema derecha).
La sensación de saberse el último, pero de no sentirse nunca solo.
La presencia muda, pero tan imponente, de un ensayo de Tony Judt en la torre de libros de mi mesa. Su título -y la hondura de su clamor- lo comprendí entonces mejor que nunca: El peso de la responsabilidad. (Ese fue el libro que le dejé sobre la mesa, como obsequio personal, a mi sucesor en el Palau).
Han pasado cinco años. Parece una eternidad. Muchas veces vuelven las imágenes de aquellos días. Muchas noches, concretamente. Pienso en las vidas perdidas. En las 10.505 personas fallecidas por covid hasta mayo de 2023.
Pienso en todo lo que hicimos juntos. También, sobre todo, en aquello que pudimos hacer mejor.
Nadie esperaba suspender unas Fallas. Pero gobernar es estar y decidir. Nadie esperaba que un pueblo llamado ‘meninfot’ reaccionara así: fuerte, solidario, convencido. Pero la democracia es mucho más que votar. También la sociedad es mucho más que la suma de sus individuos. Las Fallas que nunca fueron nos enseñaron, una vez más, que nadie es una isla.
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