Opinión | Pintando al fresco

Cinco años después del confinamiento

Cada casa se convirtió en un mundo cuya vida desde ese día estaba condicionada dependiendo de quiénes vivíamos dentro

Un balcón durante el confinamiento por la pandemia de coronavirus, en 2020.

Un balcón durante el confinamiento por la pandemia de coronavirus, en 2020. / La Opinión

Así que han pasado cinco años. Fue el 14 de marzo de 2020 cuando nos ordenaron aquello tan extraño llamado ‘confinamiento’. Para qué vamos a andarnos por las ramas, el acojonamiento fue total. Cada uno de nosotros, cada familia, buscaba en las instrucciones que nos daban qué debíamos hacer, cómo nos afectaba, qué estaba prohibido, y materialmente todos, menos algún negacionista, unos cuantos terraplanistas y una pequeña cantidad de pirados, estábamos dispuestos a seguir las indicaciones porque teníamos conciencia plena de que se estaba produciendo una amenaza muy fuerte a nuestra salud. Cada casa se convirtió en un mundo cuya vida desde ese día estaba condicionada dependiendo de quiénes vivíamos dentro, pues todo cambiaba si se trataba de personas mayores, gente en edad de acudir a un trabajo diario, niños o adolescentes en edad escolar… A cada situación había que darle una respuesta diferente, y cada uno de ustedes que hoy leen esto recordará las circunstancias que rodearon sus vidas a partir de esta fecha. Yo les voy a escribir aquí hoy una crónica de ambiente de lo que fue la mía porque creo que será superponible a la de muchos de ustedes, sino en su totalidad, quizás en parte.

En primer lugar, les diré que en nuestra casa solo vivimos ya dos personas bastante mayores, mi mujer y yo, y uno de nosotros tiene problemas bronquiales desde hace tiempo, así que el peligro ante un posible contagio era mucho mayor y debimos tomar las mayores precauciones para tratar de no pillar el covid, es decir, nos encerramos en casa a cal y canto y no salimos para nada durante meses. Tenemos suerte de vivir con un espacio abierto alrededor y eso nos permitía que nos diera el sol y el aire a las horas que se podía. Cada tarde de todo ese tiempo, yo salí a dar vueltas alrededor de la casa, muchas vueltas, decenas de ellas, para tratar de mantener algo la forma física. Nuestros familiares jóvenes nos traían las compras que necesitábamos y nos las entregaban sin entrar a la casa. Mi farmacéutica venía en su coche a proveernos de medicinas y un viejo alumno que regenta un puesto de frutas y verduras en el mercado nos traía lo que necesitábamos, todo el mundo dejando las cosas delante de la puerta y marchándose de inmediato.

Y ahora lo que nos rodeaba. Enfrente de mi casa vive una joven médica con destino en la UCI de La Arrixaca. A menudo la veíamos venir de su trabajo. Su rostro denotaba tal cansancio que asustaba. A nuestras preguntas sobre cómo iba todo en el hospital, siempre respondía lo mismo: ‘Es duro, es muy duro’, y no nos daba más detalles. Uno de nuestros hijos, casado y con tres hijos, que vive en otra región, se contagió de covid. Siguiendo las indicaciones de los médicos, se aisló en el salón de su casa y allí permaneció casi un mes sin contacto con su familia. En algún momento empeoró y no tuvo más remedio que acudir al hospital de la ciudad en la que vive. El panorama era sobrecogedor, según nos contó. Había enfermos en los pasillos, en las salas de espera, en cualquier espacio libre se situaba una camilla. Le hicieron pruebas y tenía una neumonía, aunque era leve. El médico que lo atendió le puso un tratamiento y le dijo: ‘Mejor vete a tu casa. Aquí vas a estar peor. Si te notas que la enfermedad avanza, ven y ya veremos dónde te ubicamos’. Así lo hizo, y, por suerte, fue mejorando lentamente hasta recuperarse.

Un vecino que acudía a su trabajo nos traía cada día los dos periódicos en papel a los que estoy suscrito. Nunca me ha hecho algo más falta que estos diarios. Suponían el mejor momento del día. Era como si aquel encierro abriera sus puertas a lo que ocurría a nuestro alrededor y a lo que nosotros éramos ajenos. Hablaban de numerosos casos, de terribles cifras de muertos y nos sobrecogíamos. Todo aquello acerca de los fallecimientos de los mayores sin tener contacto con sus familias era terrible. Haber criado a unos hijos, haber visto llegar a unos nietos y ahora tener que morir solo en un hospital o, lo que fue mucho peor, sin atención médica en una residencia. Qué espanto. En diciembre comenzaron las vacunas y esa fue nuestra gran suerte. La de los que pudimos contarlo tras aquella espantosa experiencia, hace cinco años.

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