Opinión | Viento fresco
Cinco años ya del confinamiento
No sé si le importa a alguien la efeméride. Cada cual vivió aquello como pudo o le dejaron

Una mujer en una residencia de mayores abraza a su hija a través de un plástico por la pandemia del coronavirus. / EFE/Biel Aliño
Se cumplen cinco años del confinamiento. Y a quién le importa. Queremos decir, la experiencia se va cimentando en nuestra memoria como un episodio cercano a la irrealidad, a los sueños. Neblina. La pandemia nos enseñó que hay que contar siempre con lo inesperado. Alertó bulos y dio alas a los conspiranoicos. Fue un holocausto para ancianos en según qué sitios. La ciencia aceleró y también la tecnología sufrió un progreso. Todos conocimos nuevas aplicaciones para entrar en contacto y ver, charlar, con gente con la que incluso no queríamos hablar. Se hicieron pasteles y bizcochos y recetas varias y los niños tuvieron que estudiar en casa, si es que estudiaban y no estaban colgados de las pantallas matando marcianos, viendo ‘youtubers’, jugando a Brawl Stars o mirando muslos en Instagram. El juego del calamar no se había estrenado. El confinamiento fue tomado por unos lunáticos como una orden del malvado poder para encerrarnos. Si no nos hubieran encerrado habríamos palmado, seguramente. Una muerte tonta, estúpida, una muerte viral.
No salimos mejores: había que decirlo. Comenzamos aplaudiendo a los sanitarios y luego entramos en una época en la que las agresiones a estos están a la orden del día. Nos familiarizamos con las vacunas y hasta con esos argumentos sobre ellas de que van contra la ciencia y el sentido común. El secretario de Sanidad de Estados Unidos es un antivacunas. Nos queda el gesto de lavarnos mucho las manos, que digo yo que la gente se las lava más que antes.
Durante el confinamiento echamos de menos la libertad de las pequeñas decisiones cotidianas: ahora voy al súper, mañana iré al cine, esta noche tal vez tome una copa con fulanito o menganito... No. Había que estar pendiente del virus, de las autoridades, de la familia. Aprendimos la palabra pandemia. Se escribieron diarios y dietarios y libros y los solitarios estuvieron más solos que nunca.
Algunas generaciones han tenido una guerra y a otras lo más salvaje que les ha pasado es asistir a la invención de la batidora. La nuestra, nuestros coetáneos, vieron el confinamiento, algo para contarle a los nietos pero sobre todo para contárselo a uno mismo.
En una misma familia convivían el que estaba alegre por no tener clase, el que estaba desolado por la muerte de su padre y la que, a base de encierro, terminó por conocer, para mal o para bien, la verdadera faz de su pareja. Una experiencia. Cinco años ya. No parece que fue ayer.
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