Opinión | Los dioses deben de estar locos

Profesor de Historia Antigua de la Universidad de Murcia

El bosque de melocotoneros

‘Barco a la deriva’, grabado de Iwasa Matabei, siglo XVII.

‘Barco a la deriva’, grabado de Iwasa Matabei, siglo XVII.

Yi Tal había recorrido casi todas las regiones que hay bajo el Cielo. Monje y poeta vagabundo, ya los más ancianos le recordaban yendo de acá para allá, marcando sus versos sobre cortezas de árboles o en las paredes de los santuarios; ejerciendo a veces como preceptor de los hijos de la nobleza; o como humilde artesano y ceramista en una aldea; incluso siendo pintor de hermosos paisajes, ya plasmando en seda, ya en papel, bosques de bambú alrededor de montañas cuyos contornos, difusos por la niebla, quedaban desdibujados bajo el velo caliginoso del enigma. Un día Yi Tal bajó de su barca para contemplar un bosque de melocotoneros de flores blancas salpicadas de tonos rosáceos; tras los árboles caía una sonora cascada que enmascaraba la entrada a una gruta. Al entrar en ella para explorarla, dio con un dédalo de galerías enrevesadas que se comunicaban unas con otras, en una prodigiosa matriz de oscuridad, humedad, tiempo y silencio.

De pronto advirtió una luz leve procedente de un túnel que se ensanchaba y que venía a abrirse sobre un valle de frondosa vegetación poblada por aves e insectos. ¿Acaso era un sueño lo que veía? En lo más profundo de la tierra, enigmáticas reverberaciones nacientes de una bóveda de piedra hacían las veces de firmamento y cubrían la región con luces, soles y estrellas. Pero aquel espacio no estaba vacío. Yi Tal encontró un poblado, al que se dirigió. Allí, sus habitantes lo recibieron con extrañeza, pues jamás habían visto a un forastero en aquel lugar. Se celebraron los ritos de la hospitalidad, y se le ofreció un espléndido banquete. El sabio taoísta, avergonzado, se excusó, pues en sus muchos años jamás había probado la carne, a lo que los naturales del lugar alabaron su piedad y le ofrecieron en su lugar un banquete no cruento, estrictamente vegetariano.

-Nosotros -le contaron a Yi Tal-, somos los descendientes de personas dolidas y desencantadas, que escaparon de un mundo convertido en escenario de guerras, prisiones, cuarteles y murallas; donde la avaricia afloraba entre todas las gentes, así entre los poderosos como entre los humildes. En vano advirtieron nuestros tatarabuelos que allá donde se acuña moneda, o se fabrican armas y donde se talan árboles para dar de comer a las fraguas, acaba reinando la devastación de los desiertos. Un día se supo que Laozi había cruzado los confines del reino para desaparecer a lomos de un buey. Conmovidos por esta noticia y aterrorizados por cómo los dioses protectores de las ciudades huían de sus santuarios y volvían al Cielo, nuestros ancestros hallaron refugio entre estas oquedades que la propia tierra ofrecía.

'Faisán dorado y flores de rosas de algodón con mariposas', siglo XI.

'Faisán dorado y flores de rosas de algodón con mariposas', siglo XI. / Song Huizong

Yi Tal comprendió que su deserción del mundo debió de haber ocurrido hacía mucho tiempo, pues los habitantes de aquel lugar ni siquiera guardaban memoria las dinastías más antiguas, desconocían por completo el funcionamiento de las clepsidras; no sabían qué cosa son las monedas, ni los telares; es que ni aun la pólvora prodigiosa, que convierte en ceniza cuanto toca, les era familiar; no usaban poleas para los pozos ni ruedas con cangilones con que extraer el agua; sus herramientas eran de piedra y aunque conocían el metal, apenas lo usaban, como si fuera funesto. Debieron abandonar la tierra de los vivos incluso antes de que se escribiera El libro de las transformaciones, y, por tanto, jamás consultaban a los dioses, pues desconocían cómo hacerlo; si bien honraban la memoria de Laozi, jamás oyeron el nombre de Confucio, ni sabían nada de la obediencia al soberano o al Estado; pero reinaba entre ellos una armoniosa paz, pues allí cada uno cuidaba del otro y desde luego conocían los efectos del yin y del yang.

Cuando el viejo taoísta volvió a la superficie nunca reveló el lugar donde vivían aquellos prófugos. No habló con nadie del bosque de melocotoneros, de la gruta o de la cascada, nadie supo una palabra sobre aquel pueblo bienaventurado. Bajo la montaña miles de veces milenaria, aquellas gentes tampoco supieron nunca cuándo la rueda del cambio borró al género humano del tapiz de la vida, en medio de una tormenta de fuego que pobló de soles ardientes la tierra; ignoraron por completo en qué momento la voz de los pueblos se transformó en un grito de guerra primero, y de dolor después, para desaparecer finalmente bajo un escalofriante silencio, dejándoles a ellos, los subterráneos, como último resquicio de vida bajo las ruinas de un planeta muerto.

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