Opinión | La Feliz Gobernación
'¿Por qué no amamos a Pedro Sánchez?', por Ángel Montiel
Quien se legitimó contra la corrupción está cercado por ella, y quien iba de pacifista cuando gobernaban otros es ahora un decidido partidario del rearme. Las relecturas forzadas de la Constitución, las concesiones a la ultraderecha catalana y la normalización de la mentira como discurso institucional alejan al presidente del merecimiento de los afectos

Pedro Sánchez. / L.O.
Todos los presidentes acaban mal. Algunos, muy mal. Hagamos recuento. Andrés Hernández Ros se vio obligado a dimitir, acusado de intentar sobornar a unos periodistas. A Carlos Collado lo hizo caer su propio partido por el ‘caso Casa Grande’. María Antonia Martínez se libró de escándalos, pero perdió las elecciones a causa de la división interna que habían provocado los anteriores. Ramón Luis Valcárcel espera juicio por el ‘caso desaladora’. Alberto Garre fue desahuciado por su partido, fundó otro y ahora anda en Vox. Pedro Antonio Sánchez dimitió por el auditorio de Puerto Lumbreras, fue condenado y está a la espera de recurso y de juicio por otro caso. Fernando López Miras se mantiene en ejercicio, y tal vez sea la excepción, pero cuidado con las danas, que diría su colega Carlos Mazón.
En España, tres cuartas partes de lo mismo. Adolfo Suárez fue el tahúr del Mississipi, se fue enmedio de un golpe de Estado, y tuvo que esperar muchos años para ser rehabilitado como adalid de la Transición. Leopoldo Calvo Sotelo resultó fugaz, como nuestra María Antonia y, como ella, dejó tras de él un partido quemado, en su caso para siempre, y en el de Murcia, ya veremos. Felipe González se marchó envuelto en la corrupción y en el terrorismo de Estado. José María Aznar salió por su pie, pero tras dejar a su partido inhábil por el rastro de sus juegos de guerra, y varios de sus ministros principales han dormido en la cárcel. José Luis Rodríguez Zapatero tiró la toalla porque tras proclamar que España jugaba en la Champions de la Economía y no reconocer la crisis de la burbuja se tuvo que afanar en una política de recortes como nunca se ha conocido. Mariano Rajoy (por otro nombre, Eme Punto Rajoy) fue relevado mediante una moción de censura basada en una sucesión de casos de corrupción. Y hasta el rey Juan Carlos, del que se dice que ‘trajo la democracia’, aunque lo cierto es que la democracia lo trajo a él, ha tenido que exiliarse, curiosamente a un país ajeno a la democracia, de lo que se deduce que ésta nunca ha sido su zona de confort. En fin, que el ejercicio del poder a su más alto nivel, tanto en España como en la Región de Murcia, es un oficio del alto riesgo.
Sánchez y sus paradojas
¿Y Pedro Sánchez? Ahí sigue, pero el paisaje (y, sobre todo, el paisanaje) que lo rodea no inspira nada bueno. Como todos sus antecesores, goza del apoyo incondicional de los suyos (y pobre del que no lo manifieste), quienes mucho más tarde, cuando ya no esté en el poder, que alguna vez será, acabarán admitiendo las críticas que ahora rechazan, y lo harán como contraste negativo para ensalzar a quien lo sustituya.
Si fuera cierto que por la boca muere el pez, Sánchez no podría respirar desde hace ya mucho tiempo. Obsérvense tan solo un par de paradojas sangrantes. La primera, quien accedió al Gobierno mediante una moción de censura contra la corrupción, está aseteado por casos que alcanzan incluso a su dormitorio, con la ironía de que el portavoz en aquella ocasión, José Luis Ábalos, es el epicentro de todas las vergüenzas: el jefe de la trama de las mascarillas en plena pandemia, el beneficiario inmobiliario de la de hidrocarburos, el anfitrión de la misteriosa visita de la vicepresidenta venezolana a Barajas y el proveedor de nóminas en empresas públicas para chicas descarriadas, insaciables con la parte derecha de su bragueta, allí donde el bolsillo del pantalón aloja su cartera, que no daba para tanto.
Y otra interminable relación de deslices que, si tal vez le costaron el ministerio y la secretaría de Organización, sin embargo no fueron abstáculo para permitirle el aforamiento en el Congreso de los Diputados en gracia por los servicios prestados, tal vez porque su incontinencia no era pública cuando se celebraron las elecciones.
Que, en última instancia, el apego a Sánchez deba justificarse en que su alternativa sería un Gobierno PP/Vox es una reflexión deprimente, pues nos impide valorar las cosas por lo que son anteponiendo lo que podrían ser
Segunda paradoja. El líder del partido del ‘no a la guerra’ cuando Aznar se alineó activamente con la comunidad internacional para la invasión de Irak se dispone ahora a incrementar de manera extraordinaria el presupuesto militar, una vez que parece cerrarse el paraguas norteamericano para la defensa de Europa. La Historia del siglo XX demuestra que toda escalada armamentista, por mucho que sus promotores la presenten como un escudo para la paz, es en la práctica una preparación para la guerra. Por tanto, aunque Sánchez constituya una singularidad socialdemócrata en el contexto europeo, nadie percibe diferencia en cuanto a lo que no es otra cosa que una política belicista. Inútil, por lo demás, cuando el enemigo potencial dispone de armas nucleares, siempre disuasorias en último extremo.
En resumen, quien se legitimó contra la corrupción está cercado por ella, y quien iba de pacifista cuando gobernaban otros es ahora un decidido partidario del rearme. Para esto último, Sánchez ofrece explicaciones equivalentes a las de Aznar en su día: se trata de un consenso europeo en defensa de un país, Ucrania, invadido; también el del PP se veía respaldado por la unanimidad internacional respecto a la sucesiva invasión de Kuwait y la supuesta existencia de armas de destrucción masiva.
Contra jueces y medios
Pero ¿cómo reacciona Sánchez a los casos de corrupción propia? En un principio, acusando de lawfare a los jueces incómodos y estableciendo un baremo personal sobre los medios de comunicación, distinguidos entre los que distribuyen bulos (las informaciones que lo perturban) y aquellos otros que merecen su respeto, es decir, los que alientan las políticas de su Gobierno, por muy variables, zigzagueantes y autoenmendadas que sean. Nada nuevo bajo el sol (véase Trump). Pero como este simple marco no es suficiente, ya que los procesos judiciales avanzan, y nadie pareció conmoverse con la ‘pájara’ que lo condujo a un retiro de cinco días, salió de ella con iniciativas tales como una reforma judicial que permitirá anular con carácter retroactivo la instrucción sobre los negocietes de su mujer o una ‘ley mordaza’ contra la prensa, administrada desde la propia Moncloa y justificada en una normativa europea que en modo alguno alcanza al control de los medios. Ha llegado a insinuar que no se puedan iniciar procesos judiciales por informaciones de la prensa, lo que de ser así no habrían podido investigarse la mayoría de los casos de corrupción que han asolado España.
Mientras tanto, promueve a través de peones situados estratégicamente la creación de un nuevo canal de televisión para cuya puesta en marcha precisa revocar el actual estatus accionarial del Grupo Prisa o, en su defecto, involucrar a Telefónica, una vez que la dirección de ésta ha sido colonizada por ejecutivos de su confianza: la entrada del Estado en el accionariado de esa compañía se justificó en su día para compensar el capital extranjero que la abordaba, pero ahora vemos que el objetivo final es dotar al Gobierno de una televisión a medida (otra).
El desborde catalán
A lo anterior hay que añadir las permanentes cesiones a Cataluña. Todos los Gobiernos lo han hecho por necesidades de estabilidad parlamentaria: recuérdese, por ejemplo, el pacto del Majestic entre Aznar y Pujol o la temeraria promesa de Zapatero, quien anunció que aceptaría la reforma del Estatuto tal y como la aprobara el Parlament, actitud corregida por el Tribunal Constitucional. Pero nadie ha llegado al punto de Sánchez, con cambios en el Código Penal para relativizar el delito de malversación, una amnistía encajada a martillazos en el Derecho constitucional, inauditos privilegios financieros y traspasos competenciales para los que es preciso reinterpretar el espíritu y hasta la letra de la Constitución, como los relativos al cupo o a la inmigración. Este último crea un peligroso precedente, pues como en el caso de la condonación de la deuda podría legitimar a otras autonomías para gestionar la acogida inmigratoria, las condiciones particulares que han de cumplir los inmigrantes y el control de fronteras. Pongamos que Vox gobernara en Murcia: ¿sería extraño que solicitara un régimen idéntico al de Cataluña en esta cuestión?
La ultraderecha convalidada
Ni siquiera hay que hacer tamaño esfuerzo de imaginación, pues nótese que, en adelante, será extranjero en Cataluña todo español no nacido en ella. Y es que nadie que conozca la política de Junts al respecto puede engañarse sobre la naturaleza xenófoba de ese partido, que pertenece en la práctica a la ‘internacional ultraderechista’ que denuncia Sánchez. ¿Cómo es, entonces, que un Gobierno tan pulcro en cuanto a valores democráticos entrega delicadísimas competencias a petición de un grupo político caracterizado por abanderar políticas excluyentes?
De paso, en este desorden de reformas ad hoc, Sánchez ha involucrado a la Fiscalía General del Estado en las maquinaciones de Moncloa contra sus adversarios políticos, convirtiendo al tituar de esta institución en un miembro más de su Gobierno, y ha amnistiado implícitamente a los responsables políticos del desfalco de los eres andaluces mediante la utilización de la mayoría socialista en el Tribunal Constitucional. Toda una exhibición de impunidad a costa de la sumisión de los contrapoderes del ejecutivo.
Progresismo de derechas
El autodenominado Gobierno progresista pende de dos hilos: de un lado la izquierda domesticada de Sumar, y de otro de partidos de derechas (de extrema derecha, en el caso de Junts). ¿Qué ala influye más? Es obvio que la derecha, pues ésta dispone del recurso de romper su alianza si no ve satisfechas sus demandas (advertencia de Puigdemont un día sí y otro también), mientras Yolanda Díaz (sin partido, sin liderazgo y sin expectativas demoscópicas) aguanta carros y carretas, ya que su futuro es incierto fuera del calor del poder. Y hasta Podemos, la fuerza más crítica, se lo pensará dos veces antes de poner en riesgo la continuidad de un Gobierno del que abomina, pues alguno de sus escaños podría estar en el alero en caso de unas elecciones anticipadas.
Una mentira detrás de otra
Que, en última instancia, el apego a Sánchez deba justificarse en que su alternativa sería un Gobierno PP/Vox es una reflexión deprimente, pues nos impide valorar las cosas por lo que son anteponiendo lo que podrían ser. No es extraño que Sánchez incida en sus discursos en el lema «que viene la ultraderecha», asimilando a ella al PP, exhibiéndose de esta manera, en la práctica e implícitamente, como el mal menor. Pero aun así, ¿de que espantajo hemos de precavernos si el Gobierno progresista sustituye a Vox por Junts y, cuando le vienen maldadas, como en el caso del rearme bélico, ha de tirar del apoyo del PP, que es contra el que Sánchez actúa de parapeto? Por si fuera poco, miente más que habla. Todos los políticos lo hacen, pero en su caso es la norma. Lo hace con tal inmediatez y continuidad que no da tiempo a sus ministros a reenfocar sus declaraciones, como acaba de ocurrir con la de Inclusión. Por si fuera poco, los datos de la macroeconomía, de los que presume, se acompasan escasamente con la realidad social de un país donde la desigualdad aumenta, los beneficios de la banca crecen y los sueldos de los trabajadores permanecen estancos.
Todos los presidentes acaban mal, y el vigente lleva el camino. Quisiéramos amar a Sánchez, pero Sánchez solo ama a su silla. Y es muy difícil amar a una silla.
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