Opinión | El prisma
¿Debemos subvencionar a los partidos políticos? | Un gesto simbólico y poco más
La iniciativa de Vox es un brindis al sol sin recorrido parlamentario, más allá del hecho de convertirse en la única fuerza política que ha pedido acabar con las subvenciones a los partidos

Los diputados de Vox Rubén Martínez Alpañez y José Ángel Antelo. / Iván J. Urquízar
La supresión de las subvenciones a los partidos políticos, sindicatos y organizaciones empresariales tendría una utilidad mayor si el ejemplo se extendiera al resto de organizaciones privadas, muchas de las cuales viven fundamentalmente de los impuestos de los ciudadanos. No siendo así, la propuesta de Vox en la Asamblea Regional es una declaración de intenciones sin un efecto real en las cuentas públicas, pero por algún sitio hay que empezar.
La financiación pública de los partidos y sindicatos (las organizaciones empresariales también lo son, a su manera), a pesar de su escasa entidad en términos globales, es un gesto de cierto alcance político, porque cuestiona el sistema de subvenciones desde su misma base. El mero hecho de que sean unas cantidades que se entregan automáticamente a las organizaciones, tan solo en función de su representatividad, convierten estas entregas en una especie de impuesto que nada que ver con las actividades concretas que esas entidades realizan en pro del ciudadano. De hecho, los programas de promoción y las actuaciones que hacen esos organismos en representación de la Administración tienen ayudas de carácter finalista, distintas de las asignaciones establecidas para el funcionamiento de las estructuras internas de partidos y sindicatos, unos gastos que deberían cubrirse con las cuotas de sus afiliados.
En la Asamblea Regional, el dinero de los partidos se destina a pagar los sueldos del personal de confianza contratado por cada grupo parlamentario. ¿Es razonable que tengamos que financiar a los enchufados de las cúpulas de los partidos con representación parlamentaria? Porque se trata de personas próximas a los dirigentes regionales (muchas veces con lazos familiares) a los que no se les exige ni siquiera una entrevista imparcial para conocer su cualificación profesional. Es decir, libertad total para contratar a quienes decidan, con sueldos que superan ampliamente la media de una región como Murcia, la que tiene los salarios más bajos de toda España.
Si ya es dudosamente ético pagar un sueldo cercano a los 4.000 euros a los diputados al margen de su participación en la vida parlamentaria, que muchas veces consiste en asistir a un pleno semanal, mucho más lo es el dispendio de salarios discrecionales que nos vemos obligados a pagar todos los ciudadanos a unos personajes cuya cualificación para el cargo no ha sido probada.
En los sindicatos obreros y patronales pasa algo parecido, con la agravante de que los que cobran un sueldo allí ni siquiera han sido elegidos por sufragio universal, sino tan solo por los miembros de dichas organizaciones, a los cuales rinden cuenta en exclusiva. Obligarles a adaptar gastos y sueldos a lo que recauden de sus afiliados sería una medida con un efecto pedagógico innegable, sobre todo para los que estamos obligados a financiar toda esta fiesta.
Pero nada de esto sucederá, obviamente, porque un cambio de esas características exige un consenso político que difícilmente se va a alcanzar a corto o medio plazo. La tradición de vivir del bolsillo del contribuyente está demasiado arraigada como para que las organizaciones beneficiarias se vayan a privar de ella de manera voluntaria. La iniciativa de Vox, por tanto, es un brindis al sol sin recorrido parlamentario, más allá del hecho de convertirse en la única fuerza política que ha pedido acabar con las subvenciones a los partidos.
Pero, si quieren ser realmente creíbles, los diputados de Abascal lo tienen muy fácil: que renuncien ellos a los sueldos y las asignaciones de su grupo parlamentario para dar ejemplo a todos los demás. Hasta que no lo hagan, sus mociones en la Asamblea seguirán siendo una estrategia populista y nada más.
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