Opinión | Entre letras
Javier Díez de Revenga
En el espejo de la luna
Antonio Labaña vive el universo espectacular y mítico de la antigua civilización de Egipto a través del Nilo y la poesía

Antonio Labaña
No es habitual que todo un libro de poesía esté dedicado a un río, por mucho que ese río sea nada menos que el Nilo. Porque así se titula el poemario que el escultor Antonio Labaña Serrano (Algezares, 1944) ha escrito para retener con su palabra poética la experiencia de vivir el universo espectacular y mítico de la antigua civilización de Egipto. En efecto, Nilo acaba de ser publicado por la Real Academia Alfonso X el Sabio en una preciosa y cuidada edición ilustrada por el propio Labaña, autor también de la portada. Explica el escritor muy bien a través de dos textos, un prólogo y un epílogo, que completan la edición, la justificación de la verdad y el sentido de este libro, que contiene «observaciones sensoriales captadas en la contemplación de lugares y entornos del mítico cauce, repletos de belleza y merecedores de embeleso». El objetivo de este poemario no es otro que retener el vitalismo de haber podido gozar de un entorno especial que ha enriquecido psicológicamente al creador, al poeta.
Estudioso de la antigüedad, quedó prendido ya desde la infancia a la escena del belén murciano de La huida a Egipto, con la visión completada por aquellos manuales de la Educación Primaria en la escuela infantil, los volúmenes de historia sagrada que relataban con verdadera pasión los acontecimientos maravillosos que sucedieron a orillas el río Nilo en relación con los hebreos y sobre todo la eterna historia de Moisés. Los recuerdos infantiles prendieron bien en el que años más tarde sería estudiante de Historia Antigua en la Facultad de Letras de su Universidad. Y todo eso y mucho más desencadenó en nuestro autor una verdadera pasión por la antigua civilización egipcia, por sus monumentos eternos, por sus historias y leyendas, por sus hallazgos y por las maravillas que pueden gozarse en las orillas del río Nilo.
Un viaje juvenil despertó la fuerza de esa imaginación y descubrió que allí, en aquellos parajes, existía una civilización milenaria que había que conocer, admirar y conquistar. Dieciséis o diecisiete viajes después, la pasión por Egipto ha nutrido de vitalidad una palabra poética que ha colmado este volumen de hallazgos expresivos, de representaciones poéticas verdaderamente extraordinarias. Como señala el propio Labaña, «concebido cuando navegando sobre sus serenas aguas en los atardeceres e idílicas noches, el Nilo se convertía para mí en el epicentro de continuas y personales reflexiones».
Organizado el volumen en seis partes con un total de 36 poemas, los que descubren sucesivamente las impresiones de las etapas que en el libro quedan reflejadas. Comenzando por el regreso a la tierra y al paisaje ansiados, surge la historia y con ella se reviven los espacios y los templos para sentirla, a la historia, latir de nuevo y recuperarla, hasta llegar a la dramática despedida, a la que siguen unos finales lamentos desde el jardín que clausuran el libro con un simbólico y enigmático espejo. Porque ya lejos del paisaje y de la historia venerada, solo la imaginación de la memoria y el sueño del recuerdo podrán ir recuperando y reteniendo lo vivido con pasión.
Es interesante descubrir en estos poemas de Antonio Labaña la intensidad de su palabra poética tan fértil y tan expresiva: una palabra que capta destellos, luces, aguas, reflejos y misterios de faraónicas y legendarias estirpes. Los matices pictóricos y plásticos son dominados por los colores que en la retina quedan retenidos, zafiro, lapislázuli, verdor esmeralda, sol anaranjado. El vigor y la fortaleza de la civilización mítica se transmite a través de los templos, de los dioses, de los sabios que los fueron descubriendo, para asistir al crisol de culturas rendido ante las ofrendas y los parabienes y el néctar de los frutos: el granado, la higuera, lotos, jazmines, rubíes… son la belleza de la naturaleza creciendo en un entorno mítico tan particular. Las velas de las falucas, los tablones ensamblados, las esclusas del río, las sonajas y panderos enriquecen el tacto y la mirada con las trasposiciones de los sentidos hasta llegar a intuir un ansiado misterioso bucólico silencio.
Llega la despedida, y tras la despedida, la distancia y la ausencia, pero no el olvido, lejos ya de la tierra prometida. Solo la memoria y los sueños serán capaces de revivir tanta hermosura acaudalada en el interior del alma. Los velos del recuerdo, la contemplación de un cielo opalino y de unas estrellas fugaces servirán para recobrar el misterio. Al final, un espejo surge, en el que se reflejará el sol poniente en el agua dormida del río: «En las noches de fulgente plenilunio mírate en el espejo de la luna, que a ella miraré cada vez que precise regresarte».
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