Opinión | Pasado a limpio
Vientos del pueblo
Ni el pueblo norteamericano se ha equivocado al elegir a Trump, ni el argentino con Milei, por más que ambos gobernantes auguren un futuro espeluznante para sus electores y otros colaterales

Javier Milei (i), presidente de Argentina, junto a Donald Trump, presidente de Estados Unidos. / X/EFE
Que los regímenes políticos evolucionan, y no siempre para mejorar, es algo bien sabido desde Platón. Los antiguos griegos podían experimentarlo en la variedad de sus polis, muchas de ellas degradadas y convertidas en la antítesis de lo que fueron. Es fácil entender que la degradación de la monarquía acaba en tiranía, pues explicó Lord Acton en el s. XIX que el poder tiende a corromperse, y si es absoluto, para qué contar. La aristocracia, el gobierno de los mejores, degenera en oligarquía, pues la virtud que caracterizó la fundación, se transforma en molicie y en fatua vanidad.
Mención especial merece la democracia, pues si para Pericles era un modelo genuinamente ateniense exportable y envidiable, para Aristóteles era la degeneración de la ‘politeia’, que podríamos traducir por república. No debe extrañarnos, pues como preceptor de Alejandro Magno, su modelo ideal de gobierno era la monarquía ilustrada.
La democracia es el gobierno del pueblo. Tan orgullosos del suyo estaban los romanos que llevaban su nombre en los estandartes: SPQR, el senado y el pueblo de Roma. Su república se inspira en el modelo ateniense, pero dirigida por una élite de familias patricias y plebeyos acaudalados. El sistema de votación estaba jerarquizado por clases, de manera que nunca llega a votar el pueblo, pero éste podía aprobar leyes en la asamblea de la plebe (plebiscitos).
El padre de la democracia liberal es Montesquieu, quien se inspira en la República Romana para estructurar un sistema basado en los contrapesos del poder, la idea de evitar la acumulación del poder. La Era Contemporánea se inaugura con la constitución de dos repúblicas basadas en estas ideas, la francesa y la norteamericana. Parten del principio de que la acumulación de poder en el monarca es abominable y por ello configuran un sistema de contrapesos basado en la división de poderes y ciertos controles parlamentarios y judiciales.
Las tensiones entre los contrapoderes determinan equilibrios muy sutiles. El peligro de la degradación es más que evidente, como demuestra el auge de los populismos, en general de marcado cariz totalitario y fascistoide. Pero no caeré en la petulancia de Vargas Llosa, cuyos análisis sobre las últimas elecciones en determinados países cuando ganaba la izquierda, siempre concluían que el pueblo se había equivocado. No, ni el pueblo norteamericano se ha equivocado al elegir a Trump, ni el argentino con Milei, por más que ambos gobernantes auguren un futuro espeluznante para sus electores y otros colaterales. Tienen exactamente lo que han querido y sus éxitos o, probablemente, sus fracasos serán también su responsabilidad.
Max Weber clasificaba los sistemas políticos por el método de legitimación del poder: el caudillo es un líder carismático. El monarca lo es por tradición, según un procedimiento consolidado por la costumbre. Las democracias modernas se fundamentan en un sistema lógico racional, la elección popular. Si el pueblo ha elegido siguiendo el procedimiento establecido para la determinación de la mayoría, no hay error posible. Trump, como Milei, son presidentes legítimos, lo que no quita que sean unos impresentables. Ni el mundo ni sus respectivos países van a ser mejores con ellos, porque representan todo lo contrario de lo que engrandeció sus naciones.
La deriva autoritaria pone en peligro la democracia y fácilmente podría convertir un régimen democrático en totalitario, como ha pasado en Venezuela o está pasando en Hungría. La democracia no es una garantía imperturbable, sino la consecuencia de un procedimiento de elección y un equilibrio de poderes que tiende a contrarrestar la acumulación de poder. Pero es necesario otro factor adicional: la conciencia democrática tanto de la ciudadanía como de quienes ocupan las instituciones.
La educación en la Atenas de Pericles tenía un modelo de ciudadano comprometido con la polis. La democracia se construye con la conciencia de la ciudadanía y eso requiere conocimiento de sus propios valores. Los índices de analfabetismo actuales son ciertamente más bajos que los de hace veinticinco siglos, pero no sirve de mucho sin comprensión lectora. Si no se entiende lo que se lee ni el argumento del oponente, la educación es un fracaso y la ciudadanía está abocada a la catástrofe. Pero nuestros gobiernos recelan de la educación y la cultura porque es la primera conciencia de libertad.
«Nunca medraron los bueyes / en los páramos de España.
¿Quién habló de echar un yugo / sobre el cuello de esta raza? / ¿Quién ha puesto al huracán / jamás ni yugos ni trabas, / ni quién al rayo detuvo / prisionero en una jaula?»
El poema de Miguel Hernández es un canto a la bravura y el coraje contra el tirano, para conseguir la libertad. Pero para defenderla es imprescindible una sociedad consciente de los valores en que se funda y, por supuesto, de la sangre derramada para lograrlos. Antes de que Estados Unidos llegara a ser grande, sus padres fundadores lo tenían claro cuando redactaron la declaración de independencia:
«Sostenemos como evidentes estas verdades, que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad».
Justo todo lo que desprecia su último presidente.
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